Gabriela Cruz Valdés
¿Habrás
pensado en lo mucho que te extrañaría si me dejabas? Sabía de tus huidas
fugaces, pero creí que conmigo eras feliz. Así pareció cuando llegaste.
Desde
el tejado, intento ver la vida como tú. Hasta siento que podría aventarme y
caer de pie como los de tu especie. Aun así no te comprendo.
Cuando
esos brillantes ojos llamaron mi atención, te cedí todo, espacio y vida. Claro,
eso no es mucho para un ser tan majestuoso como tú, pero no pareció incomodarte
cuando aceptaste mi invitación. Así hiciste tuyo este lugar.
Cada
día fue maravilloso. Me relajaba tanto ver cómo merodeabas por la casa. Dabas pasos
largos y suaves como si acariciaras el suelo, a veces mirándome, a veces
mirando al infinito.
Sentada
en el sofá te invitaba a estar conmigo. Muchas veces me ignoraste y cambiaste
de escenario, otras tuve éxito y conseguí algunos arrumacos. Nada como frotar
piel con piel al ritmo de un blues y saboreando un buen vino. Varias noches quedé
exhausta en esa sala, mientras tú preferiste la cama.
No
hubo paseos juntos. Tu vida conmigo se resumió en una convivencia aislada. Rozabas
tu cuerpo contra mí mientras leía y calificaba contigo los trabajos de mis
alumnos. Después, te estirabas y sabía que era hora de hacer una pausa e ir a relajarnos
un poco en la terraza, fumar un cigarro, respirar profundo el olor nocturno a
yerba y observar la luna.
Quisiera
no reclamarte, pero es inevitable. Te di los mejores momentos, las mejores
lecturas, la mejor comida. Intenté no agobiarte con charlas vacías. Callaba
cuando tu malhumor era evidente. Reía cuando jugueteabas frente a mí. Puedo
entender que te molestara mi obsesión por la limpieza, pero quería que nuestro
espacio fuera perfecto. Te conté que la perfección es algo con lo que tuve que
lidiar desde niña, cuando aprendí que las sábanas deben plancharse bien y
doblarlas para que a lo largo quede una raya delimitando la mitad de la cama, o
que la ropa se separa por colores y tamaños, y no hay más lugar para los
alimentos que el comedor o la cocina.
Conociendo
tu naturaleza, cerré puertas y ventanas para evitar una estancia efímera. Sí, quizá
fue eso lo que más te molestó. Lo noté cuando te asomabas a ver la calle.
Apenas me dirigías una mirada o de plano ignorabas mi voz. Así, arrogante,
indiferente, me gustaste más.
Llevo
días lamentando el grave error cometido la mañana que desperté distraída. La
noche anterior había tenido muchos exámenes para calificar. Estaba somnolienta
y necesitaba aire, así que dejé ventilar la habitación mientras me preparaba
para salir corriendo y llegar a tiempo a clase. Después de tanto cuidarte, de
cuidarnos, dejé una ventana abierta.
¿Pensaste
que yo no regresaría? Quizá fue porque no me despedí. En serio, no fue
intencional. Extraño acariciar tu hermoso y largo pelo gris. También esa mirada
llena de luz por las noches y amarilla de día. Añoro cómo te restregabas entre
mis piernas, y tu ronroneo. Anoche creí escucharte protestar como lo hacías
cuando intentabas salir. Así llevo días, sin conciliar el sueño.
Hoy,
después de tanto esperar, desperté con la seguridad de que podría encontrarte
cerca. Caminé por toda la colonia, pero no tuve éxito. Di referencias. Te
confundí más de una vez, aunque ninguno como tú, querido Bogus. Terminé aquí,
en el tejado, invocándote. Busco una señal de tu regreso, aunque en el fondo sé,
como me advirtieron, eso no sucederá.