jueves, 15 de abril de 2010

Nunca tuve un gato


Juan Pablo Vitali

(Foto: David Zúñiga)


Nunca tuve un gato. No tuve el valor. Estuve toda la vida convencido que los gatos son para la gente distinguida e importante, como los escritores por ejemplo. Famoso es el gato de Borges, un tal Beppo, o aquel de Olga Orozco, que originó el libro “Cantos a Berenice”. No, los gatos no eran para mí. Aunque ahora ya lo estoy dudando. No sé si será porque me estoy poniendo viejo. O más aún, porque las señoras no digamos viejas sino veteranas suelen tener uno, y si uno es amigo…bueno, hay que terminar acariciando al gatito.

Otro de los motivos por los cuales no he tenido gato, es que como mascota, puede ser catalogado como un animal de uso burgués, y yo soy bastante revolucionario. Es un animal capitalista el gato. Pero eso si es un gato doméstico, de esos cuidaditos y de buena raza, que se dan el tremendo lujo de rayar un piano o una mesa de roble, cuando no un costoso tapizado.

A mí en realidad me gustaban los gatos barcinos, los que cuando cae la tarde ya no se pueden ver. Esos que comparten los callejones con todo el pueblo gatuno, y penetran en los jardines subrepticiamente, como si fueran los peores criminales, haciendo caso omiso de la propiedad privada. ¡Esos sí que son gatos carajo!

Es que en las casas bien, tienen esos gatos de mierda que se te prenden de los pantalones, y cuando los querés sacar de encima se te quedan agarrados de las uñas y te rompen la ropa y te lastiman. A lo mejor es por eso que no quise un gato, por no haberme relacionado nunca con un gato de verdad (y no se mal interprete, que en mi país se les dice gatos a ciertas señoritas de la noche) no, no…yo digo el animal llamado gato.

Eso sí, cuando veo un gato entre las hojas amarillas del otoño, o saltar de un árbol a un paredón, entonces me reconcilio con los gatos, y accedo inmediatamente al gato mítico, al arquetipo gato. Ese ejemplar racialmente puro de gato criollo, es para nosotros el que vive en los patios, en los jardines oscuros, en las calles empedradas, y tengo que decirlo, el que desde la ventana observa desnudarse a las mujeres bravas, mientras el hombre del Sur tararea un tango, y la mira desvestirse no directamente, sino de revés, en el espejo opaco del ropero de la habitación.