Rocío Cristina
Quintero Godínez
Ilustración de la autora
Te preguntarás, ¿quién es Silvestre?, pues yo te lo
diré: es un pequeño peludo, recogido de la calle, cuando unos niños lo
arrojaban al viento para ver como se contorsionaba en el vuelo y verlo caer
parado sobre sus cuatro patas.
Un minino agradable de color blanco y negro con un lunar en la nariz, y ojos color
de aceituna, que fue bien recibido por una familia humana de cinco integrantes
a quienes adoptó como su manada, después de que dejara sus desechos en la
coladera del baño y lo consideraran un gatito muy limpio.
Silvestre, el que juega a las escondidillas con sus
hermanitas humanas, a corretear la pelota y seguir madejas de estambre. El que
se convierte en un bebé envuelto en cobijitas y es mecido en una hamaca
improvisada, y gusta de beber leche de un diminuto biberón.
Aquel que en tiempos difíciles salía a cazar para llevar el alimento a sus
hermanos humanos, quienes no valoraban las suculentas ratas, lagartijas y
pájaros, que eran llevados hasta dentro del hogar para ser cocinados por nuestra
madre.
Silvestre, aquel que esperaba la llegada de sus
hermanos humanos cuando regresaban de la escuela, y una vez que todos estaban
dentro de casa ya cobijados, se enroscaba en la cama para dormir plácidamente,
pues sentía su labor cumplida.
Es el que cuidó toda la noche a la hermanita menor,
cuando la mediana fue atropellada y sus padres pasaron varios días en el
hospital.
Aquel que limpiaba con la lengua las lagrimas de la
vecina, cuando esta descubrió que su marido le era infiel y rompió en llanto
con una nostalgia que hacia estremecer cualquier corazón.
Silvestre, el que soportó las tantas mudanzas de
pueblo en pueblo, pues la manada no tenía una estabilidad, y no se ponían a
reflexionar que los cambios también lo afectaban, pues debía enfrentarse a los
vándalos gatos que lo juzgaban de extraño, y le propinaban tremendas palizas,
para volver a casa con las orejas rotas, los bigotes quebrados, las patas
mordidas y cojeando.
El que ablandó el corazón de Doña Jerónima, la cacera
veterana de la revolución, que dijo: ¡NO quiero gatos en esta casa!, y terminó siendo su mayor confidente.
Vio crecer a los niños y volverse adolescentes y
después adultos. Vio como la vida sigue su curso. Vio como las familias a veces
se desintegran para seguir nuevos caminos, nuevos destinos. Y en un golpe de
suerte, entre tanta mudanza, cayó en un lugar lleno de hermanos gatos, en donde
después de enfrentarse con el jefe de aquella manada en una cruenta lucha, ganó
la afrenta y se posicionó como el líder, y tuvo acceso a la cópula con todas
las féminas gatas que pudo, reproduciendo su imagen bicolor por varias
generaciones.
Silvestre decidió quedarse a vivir con sus nuevas
esposas, formar su propia familia, pues finalmente sus humanos ya también
habían comenzado a separarse para formar las suyas. Y un día de pronto,
despertó en una azotea, rodeado de su descendencia. Su camada humana había
desaparecido. Tuvieron una última mudanza y lo dejaron abandonado en aquel
pueblo. Y no es que no lo quisiera, no, el ya no quiso dejar a su familia
felina. Prefirió pasar sus últimos días rodeado de ronroneos en el calor del
sol sobre las azoteas. Y los años pasaron sin que su familia humana y él se
volvieran a ver jamás.
Te preguntarás, ¿quién es Silvestre?, pues yo te lo
diré:
Silvestre, soy yo…
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