jueves, 23 de noviembre de 2017

Mau



Tania Susano
(Foto de la autora)


La nombramos Mau porque no hacía otra cosa que decir mau, mau, puro mau. Era la gata de todos pero más de Gustavo porque el pagó 50 pesos a Alberto para que fuera sólo de él.
     ¿Han visto un gato dueño del barrio? Así era Mau. No hubo a los alrededores, azotea o traspatio, que no recorriera. En más de una ocasión hizo saltar y gritar a alguna vecina al caer con todo su peso en las láminas de los traspatios  o cuando curiosa entraba por la ventana de alguna casa que por supuesto no era la suya. Que bello era ir y venir de casa, y sentir su saludo mirada desde la cornisa del zaguán  o verla bajar del árbol corriendo a tu encuentro. Era callejera, hacerla entrar cuando debíamos salir era toda una proeza pues no vendía su libertad, ni por una rebanada completa de un buen jamón.
    ¿Dejarse acariciar? Jamás, eso lo aprendimos desde el  primer día que llegó. Sólo a veces, si eras el elegido, se sentaba en tus piernas y dejaba que la cepillaras y hundieras tus dedos en su denso pelaje, una mordida era el aviso de que había sido suficiente. Pero si estaba dispuesta hasta masaje te tocaba.  No es que fuera agresiva, era simplemente ella, la Mau. Así era.
   Dicen que los gatos negros son de mala suerte pero a mí me consta que no es así.  Recuerdo el día que la señora Berta llevó a su nieto, fue a ver a  mamá para que la acompañara al doctor o con la señora que curaba el empacho,  porque no sabía que le pasaba al bebé, se había puesto a llorar de repente.  Desde  que Mau la escuchó, bajó corriendo y le maulló, se trepó a las coderas del sillón a la altura de su  brazo y la jalaba con su patimano, como indicándole algo.  Mamá me dijo que me la llevara, que la estaba atacando, yo sabía que no era así: en más de una ocasión la había visto correr a los perros que se meaban en el jardín, saltándoles a las patas, así que si la hubiera querido atacar se le hubiera aventado y punto. Era muy extraño que se comportara así, nunca antes lo había hecho.  Mau insistía hablándole a la señora en idioma maullido, siguiéndola mientras esta caminaba arrullando y calmando al niño. El llanto del bebé no paraba, sugerí que lo destapara un poco, que tal vez tendría calor, era mayo y lo traía envuelto en un cobertor de esos de Winnie Pooh. Lo acostó en el sillón y lo descubrió, Mau rápidamente trepó,  y sin que pudiéramos intervenir, comenzó una danza extraña, daba  vueltas alrededor de él, cambiando de dirección cada tanto, rozándose en las ropas y mullendo la cobija, guiñaba los ojos, ronroneaba,  todo con tal concentración que yo estaba atónita. Mamá no dejaba de decir que la alejara, que si los pelos, que lo iba a rasguñar pero si me acercaba me tiraba zarpazos y amenazaba con morderme, así que opté por quedarme cerca, atenta. El ritual aquél duró como dos o tres minutos.Después, como si fuera magia de gata  negra, ante la sorpresa de todas, el niño poco a poco se fue calmando. Al terminar su trabajo Mau simplemente bajó del sillón, se sacudió y se fue, durmió toda la tarde.
     Siempre elegante, meneando orgullosa su esponjada cola, los años pasaban y pasaban y Mau siempre la misma, juguetona, con energía de gatito que está descubriendo el mundo. Y de pronto, en unos meses, su andar se volvió lento, dejó de buscar la calle, de subir a las azoteas, al árbol, incluso las escaleras. Su mirada se fue apagando. Aquel día sólo esperó a que Gustavo regresara a casa, la tomó en sus brazos, la acostó en su cama y partió.
    Negra como el universo, ahora se confunde con él. A veces por las noches me gusta buscar su mirada saludo y veo como las estrellas se mueven, seguro es Mau que juega con ellas.

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