José Antonio Bautista Quiroz
(Foto de Alejandro Herrero Alapont, proporcionada por el autor)
Habíamos
entrado a aquella casona vieja y casi derruida por pura curiosidad. Se había
convertido en un espacio para la venta de todo lo que había pertenecido a sus
últimos dueños, muebles, vajillas, figurillas de porcelana, entre otros
cachivaches. Olía a humedad, a aire
viejo y los muebles tenían una capa gruesa de polvo gris. El piso de duela
rechinaba en ciertos puntos a nuestro paso. El salitre había carcomido gran
parte de una de las paredes laterales, en el único lado donde penetraba la luz.
Conforme avanzábamos
de una habitación a otra, un frío inusual se iba apoderando de nuestros
cuerpos. Laura ya no quería continuar, pero por insistencia mía avanzamos. En
la última habitación lo vimos; por un instante, pero lo vimos. Sentado en un
enorme sillón, ese gato con gran pelaje negro y ojos grises nos miraba con
desdén, como reclamándonos nuestra intrusión. Entendimos que no debíamos estar
ahí: de repente, toda la habitación se había llenado de gatos. Algunos se nos
repegaban entre las piernas con cierta hostilidad, otros subieron al sillón
para observarnos y estar al acecho de nuestros movimientos; pero la mirada de
todos reclamaba lo mismo: ¿Qué hacen aquí?
La mano de Laura me agarraba con fuerza y no
me atreví a mirarla para no contagiarme más del miedo que ya sentía. Poco a
poco dimos la media vuelta para dirigirnos a la salida, pero al lado de la
puerta había un espejo de cuerpo completo recargado sobre la pared. En él vi el
miedo de Laura y el mío. Sin embargo, también noté que los gatos no se
reflejaban. Laura también lo notó. No dijimos nada. Como pudimos salimos de la
casona con los nervios de punta.
En una de las ventanas de la parte de arriba,
un gato negro nos observaba. Sus ojos grises parecían decirnos: no vuelvan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario