lunes, 12 de abril de 2010

Alma pequeña


Adriana Cabrera

(Foto de la autora)


Pocos acontecimientos me han estremecido tanto este año como la muerte de Marco. No es que haya visto su cadáver, ni nada así de horrible. Marco, simplemente, no regresó a casa. Y al tercer día mi corazón supo que no lo vería más. Un punto ardiente, del tamaño de la punta de mi dedo, con la violencia sorda de las ausencias se me instaló a un costado. Ahí está, una especie de llanto de baja frecuencia. Es un gemido pequeño por una alma pequeña.

Y, sin embargo, no he podido nunca recordarlo sin ese regocijo cristalino que acompaña a los santos inocentes.

Marco fue un gato huérfano que me escogió como madre: yo lo alimenté, yo lo consolé en su orfandad dándole de mamar de los pliegues de mi mano, yo lo calenté con abrazos cuando estuvo enfermo y él durmió a mi lado y se reclinó en mi regazo. Aprendimos a hablarnos y a comprendernos y, cuando llegó la hora de decidir castrarlo, yo supe decir que no. Aunque su vida iba a ser más corta, creo que él prefirió vivirla como gato.

Marco merodea en las sombras y el maullido de todos los gatos es el maullido de Marco. Cando veo un gato dorado, digo que he visto un Marco.
Y con él he soñado.

Ya no es un gato joven y camina con su orgullo de león citadino por calles luminosas. Su pelo es oro derretido que se desliza sin ruido.

En el cielo de los gatos hay pescados y ratones.
Y, por supuesto, hay gatas.
También hay humanos que aman con un amor intenso.

Es el reino de las almas pequeñas: la potencia de toda la pena y toda la alegría.

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