lunes, 12 de abril de 2010

Cien gatos, cien personas


Cristina Manterola

(Foto de Regina Swain)


¡Smoking, Smoking, allí está Smoking! Unos niños le gritaron cuando la puerta estaba entreabierta.

—Creo que no es el suyo —les dije.

Hace tanto tiempo que llegó. Es un gato gordo negro con pechera blanca. Su retrato, en álbum de familia nos hace sonreir, pues le pusimos en el cuello una corbata de moño negra.

Un maullido constante nos despertó a medianoche. Venía de la calle: una gata parda jadeaba entre las plantas de un pequeño jardín. Yo sabía que las vecinas habían salido de viaje. Me salté la pequeña cerca, tomé a la gata y se la di a mi padre. Tuvo seis crías y a todas les pusimos nombre de escritores.

Nora y yo íbamos a las plazas comerciales a comprar helados de yoghurt y a la tienda de mascotas. No es frecuente encontrar gatos en los escaparates, pero a veces los hay para regalarlos. De pronto alguien me saludó: era una gatita muy traviesa. Cómo no llevarme también un gato blanco de ojos azules quien dijo ser su hermano. Parecían novios sentados en una fiesta, en esa foto donde lo estaba abrazando. Ella vestía siempre un sastre negro de terciopelo con cuello blanco de seda. Dormitaba sobre mi espalda y fue volviéndose muy elitista: ya nunca comía con los demás gatos; siempre después y apenas un poco.

Por dificultades con su madre, Nora vivía en casa de su abuela. Para la señora no era muy fácil tener a la chica ahí, así que estaba medio a prueba.

Un día llegó a mi casa cargando una bolsa de red con algo moviéndose dentro: un pequeño gato verde. Siberiano, según un poster de nacionalidades felinas.
Me rogó que lo cuidara mientras ella cumplía la mayoría de edad y se rentaba un departamento. Cuando regresó, el gato no apareció. Lo buscamos por toda la casa y el patio, y salí a la calle a preguntar por él a los vecinos, aun a los que no conozco. En la tarde apareció echado abajo de un árbol. Ya no pude desprenderme de él.

Enfrente vivía un argentino, administrador de un afamado restaurante. Se llevaba a casa los restos de bifes y churrascos que las mujeres a dieta no se comían.
Un gato gris, chato, enorme, con la cola doblada, descubrió como subir a la terraza. Trepaba por la reja de la ventana y luego a un tejado.

El perro del argentino, cada vez más obeso, devoraba la carne a toda prisa. Desde mi balcón, yo admiraba la audacia y la habilidad del gato para birlarle un buen trozo. Pero un día el perro lo pescó. Se dieron un agarrón tremendo. El gato apenas pudo bajar, se iba resbalando y cuando llegó al suelo se quedó allí maltrecho y gimiendo. Había mucha diferencia entre la calle y una comunidad de felinos pequeños burgueses, así que le puse una casita en el balcón. Engullía su comida de un bocado. A la siguiente cena, le aumenté la ración; sin embargo se saltaba a la calle e iba a la terraza de enfrente. Sacando un carro de uno de los garajes, pude mantenerlo dentro de la casa y separado de los otros animales.

—Tengo que dejarte al menos dos gatos. En el departamento nuevo no quieren admitirme con más de tres. Por favor, nada más mientras firmo el contrato –me dijo una amiga.

Dos hermanos, una hembra y un macho, que había recogido del parque, rayados, pardos, con dos luces verdes. Se movían coordinados, dormían formando un círculo y hacían otras coreografías que seguramente ella les enseñó, pues es bailarina. De inmediato hicieron más que migas, cada quien con un cada cual. La gata fue a dormirse encima de un gato anaranjado con blanco, uno por cierto muy meón, y de solitario se convirtió en su objeto amoroso. El macho prefirió a uno de los más viejos, uno que dormía todo el día; iba y se acurrucaba con él. Mi amiga nunca pudo volver por ellos.

La anciana madre de Andrea acababa de morir. Tenía una minina que padecía ataques epilépticos. Andrea viajaba constantemente por trabajo y la llevó a casa de una prima. La prima se la devolvió porque era “muy impresionante” verla cuando le daban los ataques. Dijo que no podía soportarlo.

–Creo que no le daban sus gotas, mejora mucho cuando las toma...

¿Qué hacer? Quedarme con ella.

Era muy peculiar, tenía un parche amarillo alrededor de un ojo sobre pelaje blanco, luego de las patas hasta medio trasero también amarillo; se veía como con los calzones caídos.

Después llegó uno más, uno flaco con sarna y bueno, otro que... hasta que ahora sólo queda una habitación para mí, porque mandaron un mail —puede que lo hayan visto— ofreciendo a varios gatos de un asilo que se cerraba. Lograron que adoptaran a los pequeños, pero no a los viejos.

Tengo una casa muy grande con un jardín enorme, balcón, cojines, canastos, tinas; pero ahora mi hermana regresa al país y pretende que me deshaga de los gatos.

—¿De todos?

—¡No! Quédate con uno o dos.

Naturalmente no pienso hacerle caso. Ella tiene su casa, su herencia y yo la mía.

—Alguien más podrá cuidarlos tan bien como tú —insiste—. Hay otras personas generosas

El hecho es que cien personas abandonaron a éstos, no los cuidaron. Yo sí.

—El siquiatra me dice que has creado una relación de codependencia con ellos, le ofrecí que irías a verlo.