lunes, 12 de abril de 2010

En mi corazón


Adriana González Mateos

(Foto de la autora)


¿Hace cuánto tronamos? Qué meses miserables, cómo me he arrastrado. Como una planta trepadora que se coge del viento me he agarrado del trabajo, he tratado de multiplicar las rutinas. Entre la soledad total y yo sólo está el gato. Me doy cuenta de que su amor me ha sostenido como ninguna otra cosa. A veces me acaricia la cara con su pata afelpada, guardando las uñas que sin embargo están siempre ahí. Podría desfigurarme pero me quiere y prefiere acariciarme cuando abro los ojos en la mañana; su garra me da la bienvenida a un día ojalá menos arduo. Oigo su vibración sorda; crepita sobre mi almohada, esparciendo un calor que permite que mi corazón se estire, se decida, se resigne a volver a empezar.

Justo había soñando que estaba en la oficina, en una junta. Empezaba a escuchar las discusiones entre mis colegas sintiéndome cada vez más asfixiada. Mientras intercambiaban planes e ideas me iba quedando callada. Las frases empezaban a sonar remotas, como si fueran a coagularse y a dejar caer sus costras sobre la mesa. Tenía que escaparme. Me sentía en un lugar condenado a muerte, era urgente correr, pero nadie se daba cuenta, o quizá inventaban pretextos para atormentarme. Quizá espiaban mi terror y se divertían.

Por fin me levantaba con un pretexto, harta del papel que representaba, esa persona sonriente, atenta, dispuesta a colaborar y a resolver los pendientes, a ser eficiente, a echar la mano en lo que haga falta. Ubicada y ubicable, la ciudadana que se graba en los videos de vigilancia con toda su honesta cara despejada, quien da el número de credencial y la fecha de nacimiento. La ropa que traía, el maquillaje, esa cara confeccionada cada mañana para sentarme ante el escritorio, para contestar el teléfono. Esa voz que saluda y responde, tan atenta.
Les avisaba que ya me estaba yendo. Sorteaba a la gente que me saludaba, me informaba del avance de un asunto pendiente, necesitaba pedir una cita. A cada momento se hacía más alarmante una sensación de urgencia: tenía que llegar. Había dejado mi corazón en el guardarropa de la entrada, guardado en una bolsa tejida, latiendo en esa breve oscuridad rayada por puntos de luz. Confiado, un poco inquieto ya, a punto de romper a llorar ante el diluvio de minutos multiplicados por el abandono. Si no llegaba inmediatamente a recogerlo se vencería el plazo amparado por el boleto y lo pondrían a subasta, se lo darían al primero que pasara, a quien quisiera reclamarlo.

Cuando por fin lograba salir de la oficina me subía al elevador, que acentuaba su lentitud. Un piso, tintineos, pausas, luces numeradas, cada piso más lento, como un latido a punto de detenerse. Trataba de mantenerme calmada entre la gente que subía en cada parada, atestando el espacio. Alguien se recargaba en mí, obligándome a soportar su peso. Me sentía furibunda mientras trataba de rechazar el lomo que se me arrimaba, haciéndome sentir sus kilos, tratando de cautivarme dentro de su mala postura.

Me estaba ahogando. Con esa sensación irrevocable de los sueños me daba cuenta de que el elevador estaba lleno de gente deforme: un jorobado, gordos que habían perdido la forma humana, un ciego, alguien encorvaba sobre un bastón sus miembros temblorosos y amarillos como tentáculos. El tipo que me oprimía parecía más pesado y yo sentía su posición distorsionada, la columna torcida, las piernas chuecas.

Un instante: me erguí y lo rechacé. Ni siquiera protestó: se alejó de mí, buscando a su siguiente víctima.

Seguíamos bajando al ritmo majestuoso del elevador, como si entre los pisos numerados se abrieran incontables niveles de tardanza. En la oscuridad de su bolsa tejida, muy abajo, mi corazón seguía latiendo, sin escucha. En la fracción de segundo antes de despertar ahogándome de angustia lo vi abrir sus ojos verdes: los enormes, radiantes, amados ojos de mi gato que esperaba enroscado junto a mí, sobre la almohada.