lunes, 12 de abril de 2010

Espejos felinos


Diana Teresa Pérez

(Ilustración de Cecilia Pego)


Cuando tenía veinte años renuncié a las mascotas. No podía soportar la culpa; me acordaba de mi querido Rambo, un perro fiel que casi muere de tristeza, abandonado por un cuarteto de jóvenes –mis hermanos y yo- que inevitablemente huyeron de casa dejándolo en el olvido. Pero los gatos… los gatos eran distintos y fue mi madre quien me puso en ese camino…

Vivía sola. Un día, abrí la puerta y sentí que algo se movió entre el comedor y la sala. Me asusté aunque calmé un poco el nerviosismo pensando que seguramente el insomnio hacía de las suyas en mi cerebro. Cerré la puerta, encendí la luz y escuché un ruido. Ahora sí sentí como la sangre me bajaba hasta los talones. Fui hacia la recámara, prendí la luz, abrí de golpe las puertas del clóset. Nada. Silencio. Fui a la otra recámara y repetí el procedimiento. ¿No estaría loca? Mejor un té para tranquilizarme.

Casi me da un infarto cuando tropecé con un recipiente plástico lleno de leche y en el descontrol, pisé otro lleno de ¿qué?, ¿qué era eso? El teléfono interrumpió el análisis de la situación. Mi madre.

-¿Ya viste tu regalo? Está hermosa ¿no? Y lo mejor, sólo le tienes que dar de cenar, ponerle la tierra que te dejé detrás del refri y ella solita se cuida. Además, ya la operé.

Mi regalo era Karla, una gatita siamesa que mi mamá, con el duplicado de las llaves que le dejé para casos de emergencia, metió a mi departamento para que me hiciera compañía.

La encontré debajo de un sillón. Sus ojos brillando la delataron. Metí la mano para sacarla y recibí un rasguño. “¡Hija de…! Pues ahí te quedas infeliz. Tendrás que salir cuando te de hambre”.

Me fui a la recámara a seguir con mi rutina. Otra vez los ruidos. La cocina. ¡Ahí estaba! Quiso correr pero ahora sí logré atraparla, claro, sólo por unos segundos porque se escurrió de nuevo. Pero la vi: era preciosa, apenas un poco más grande que la palma de mi mano. Suave al tacto, de ojos azules rodeados de pelos café más oscuros que el resto de su cuerpo, como si trajera un antifaz.

Tardamos como dos días en tenernos confianza. De pronto saltó en la cama a media noche. Sentí sus patitas caminando sobre mis piernas, me aplastó la panza y se acurrucó en mi pecho. Casi me doy la vuelta para que no creyera que venía a imponer su voluntad cuando escuché el ronroneo, las vibraciones sobre mi corazón. “Está bien”. La acaricié con cuidado y sentí su pequeña lengua rasposa lamiendo mi mano. Una áspera pero dulce muestra de cariño. Sin duda nos llevaríamos bien.
Nos adaptamos a la perfección. Era la compañera ideal: no maullaba mucho, sólo cuando se le acababa la leche; se tiraba en mi sillón y no hacía caso de nada. Cuando quería un poco de cariño, se acercaba, me lamía y yo, feliz de haber sido tomada en cuenta, le platicaba aunque se quedara dormida.

Unos dos meses después mi mamá llegó con otra siamesa, casi del mismo tamaño que Karla. La encontró en la calle casi muerta de frío…

-Mamá, no puedo cuidar a todos los gatos del mundo. Ya tengo una.

-Mira qué chistosa, dijo mientras me la pasaba.

Sí, muy chistosa. Me la puso en las manos y ni se movió, más bien se acurrucó de inmediato y aunque tensa por el chantaje, no pude negarme.

-Pero no quiero un gato más.

Y empezó la batalla campal. Karla, por supuesto se indignó y desde que vio a la intrusa le trató de hacer la vida imposible. Controlé los primeros enfrentamientos en medio de una nube de pelos volando, luchas en las que Mulán –así le puso mi sobrino- salía siempre herida y no porque no tuviera uñas, incluso tenía mayor peso que Karla, pero era más noble.

Mulán me seguía a dónde fuera, casi como un perro; es más, compré una pelotita que le lanzaba y ella iba a recogerla. Se enredaba en pleitos con la bola morada que a los meses ya casi había perdido su forma redonda. Se sentaba, no como un gato normal, sino sobre su cadera y cola, desparramando la panza a los costados mientras recargaba su columna en alguna pared.

Karla la odiaba. “Ffuuu”, le decía cada vez que la panzona pasaba frente a ella con toda calma. Con el tiempo y a base de algunos chanclazos dejó de molestarla, pero no la quería cerca. Se nos quedaba viendo fijamente cuando ella y yo jugábamos y rasgaba los tapices de los muebles en venganza. Mulán sólo recargaba su cabeza en mi hombro viendo el destrozo que hacía su hermana sin inmutarse.

Karla defendió el lugar para dormir sobre mi pecho con uñas y dientes, que por cierto me quedaban marcados en la piel, porque tardaba en parar la pelea que tenía lugar en mi panza y desde donde ni una ni otra dejarían avanzar a la contrincante una pata más arriba.

Me puse severa y por derecho de antigüedad, dejé que Karla siguiera durmiendo en su lugar y Mulán, que además era más pesada, en los pies. Karla cedió un poco. No soportaba que Mulán se le durmiera encima, aunque en épocas de frío se tragaba el orgullo y como por casualidad se pegaba al cuerpo de su hermana y cerraba los ojos.
Las quise mucho. Mis compañeras. Mis espejos. Karla, neurótica, indiferente, fría, egoísta y caprichosa. Mulán, buscando ternura, juegos y paz. Opuestos en los que me reconocía invariablemente.

Duramos siete años juntas. Hasta el día en que mis personalidades empezaron a multiplicarse, de dos a cuatro, a seis… Decidí partir antes de perderme por completo.
Sí, fueron la mejor compañía que he tenido. Ahora, viven con su abuela y otros tres gatos que mi madre también recogió de la calle. Karla la ha tenido difícil. Perdió por completo su reino. Mulán se acopla bien, es muy sociable. Pero ya ninguna de las dos da mucha lata. Miran con fastidio a los gatos jóvenes que en sus corretizas las golpean sin intención; ellas bostezan, buscan el sol y se quedan dormidas. Están envejeciendo. Como yo.

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