lunes, 12 de abril de 2010

Odín

Vizania Amezcua


Sus ojos, aún cuando estaban quietos, revelaban sagacidad e inteligencia,
del mismo modo en que un galgo inmóvil revela habilidad para correr.
G. C. Lichtenberg
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Todo en él era combativo, salvo el ronroneo: ése sonido de motorcillo envuelto en algodón, como un arrullo. A casa regresaba con las marcas de los rasguños en el rostro, detrás de las orejas, uno más profundo en una pata que no obstante le permitía seguir caminando mientras mi preocupación por sus heridas parecía importarle muy poco y apenas si se dejaba curar.

Era domingo, afuera brilló el sol, pero Odín lo dejó pasar casi íntegro hecho un ovillo adormilado que únicamente se desenrolló presto a la insinuación de alimento en su plato, el olor tenue de verduras cocidas como parte de sus gustos más excéntricos. Silencioso más que un espejo, furtivo y malhumorado la mayor parte del tiempo, ese domingo volvió a despertar cuando caía la tarde, se estiró, caminó un poco, me olfateó mientras dirigía hacia mí una leve mirada indiferente, ofreció su lomo a la caricia de mi mano por un instante y luego saltó a la ventana. De pie en el dintel como era su costumbre, husmeó primero frente al cristal y luego comenzó a lamer su camuflado pelaje −que a la luz del ocaso brillaba caoba, café tostado, y amarillo cenizo− con el mismo cuidado y esmero de un guerrero medieval que acicala y pone a tono su armadura. En ello se demoró hasta que el cielo ya se había vuelto plumbago, entonces afiló las uñas en el rasgado marco de la ventana: un sonido que anticipaba infalible su partida rumbo a la azotea, más allá la calle, donde al caer la noche las peleas habían sido constantes durante las últimas cuatro. A pesar de tanta herida y tan indiferente amor de su parte, siempre fueron su naturaleza de irredento valor, el humor indomable, y esa mirada que fundía la experiencia del viejo combatiente con el brío de un joven ansioso, lo que me sedujo para dejarlo salir cada vez.

En esa época, proteger los territorios circundantes a la casa que sólo a Odín parecían importarle y enfrentar a los pardos enemigos para impedir su avance, no eran la única razón para continuar en el combate: cada pelea era proseguida con el antiguo y no menos violento ritual de la simiente, que de tanto en tanto volvía a repetirse desde que se había convertido en un fornido macho adulto, cuya actividad invariablemente se concentraba sobre sí.

A diferencia de su habitual mutismo dentro de la casa y no sin sobresalto, cada noche desde mi habitación podía escuchar aquella sinfonía atroz que narraba puntual la batalla de Odín y sus detalles: (forte) maullidos como el ahogado llanto de infantes que buscaban la anhelada réplica, pero cuya emisión era también el infausto llamado al oponente; (mezzo forte) el encuentro con el Otro que lejos de ser una hembra, le descubre a un macho de pelo largo, moteado a blanco y negro −que yo suponía el enemigo de Odín debido a las marcas de ambos al día siguiente, y cuyo dueño vivía a sólo tres casas de la nuestra−, los ojos contendientes que se escudriñan, el intento de ambos por desanimar al oponente con la estrategia inicial de gruñidos que dejan en el aire los resabios de una macabra sonrisa, una exhalación colérica para mostrar los colmillos hirientes; (pianissimo) una pausa entre los machos frente a frente, nuevos sonidos guturales que emergen desde los cerrados hocicos entre el olfateo intimidante y la tensión concentrada en cada músculo que aguarda un mal movimiento; (in crescendo, fortissimo) nuevos gruñidos de los machos que prosiguen con el embate, el golpe seco de las afelpadas pieles al estrellarse, seguido por la ráfaga curva de anzuelos en cada pata que abren la piel, nuevos maullidos que se transforman en lamento mientras los colmillos se hunden en la carne; el contrincante logra sin embargo zafarse y entonces se escucha la carrera para darle alcance, resbalones cuyo sonido no socaban los rosados cojinetes bajo las garras, un nuevo enfrentamiento de arañazos y dentelladas que se apaga repentinamente; (piano) las agotadas fuerzas del contendiente que sin embargo vuelve a liberarse, esta vez para huir, y yo prefería no saber quién, silencio.

Entre el avance de la noche, la sinfonía no terminaba ahí, más tarde volvía a escuchar el retorno a los maúllos de niños plañideros, nuevas persecuciones, resoplidos y ágiles movimientos para esquivar la afilada sucesión de los zarpazos hasta lograr la victoria con el espinazo de la hembra entre los dientes. Después, el sigilo volvía a tomar la calle y el sueño lograba llevarme a otra parte.

De común, quien solía despertarme cada mañana siguiente con sus maullidos y arañazos en la puerta era Odín reclamando refugio y alimento. Esa mañana de lunes no fue la excepción y regresó con nuevas mordidas y rasguños que esta vez no me dejó curar. Exhausto, volvió a enroscarse sobre sí y comenzó a ronronear aunque de manera irregular. Un poco más tarde serví alimento en su plato, pero aquel ovillo, ahora inmóvil y frío, no volvió a desenredarse jamás. Me recriminé haberlo dejado salir esa noche, pero también recordé que su naturaleza de irredento valor, el humor indomable, y esa mirada sagaz e inteligente habrían muerto mucho antes si no lo hubiera dejado salir cada vez.

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