lunes, 12 de abril de 2010

Amor de gatos


Marina Bespalova

(Ilustración de Cecilia Pego)


Hasta que nació mi hermano, tenía la certeza de que mi madre ejercía una extraña atracción sobre los gatos. De tejados vecinos o apátridas, en el patio de mi casa se arremolinaban a su alrededor, todos los días, antes del atardecer, cumpliendo con esa cita diaria que a ella parecía revivirla, como si de un encuentro amoroso se tratara. Nunca reparé en que había un cubo azul debajo del fregadero, en el que ella acumulaba los restos de la comida del día, ni en que lo llevaba a sus encuentros gatunos, lo colocaba junto a sus pies y miraba al cielo mientras disfrutaba las colas peludas que se restregaban en sus tobillos, maullaban a ratos y comían a su vera. La fantasía de ser la hija de esa especie de diosa terminó cuando mi madre volvió del hospital con los ojos cansados y un niño envuelto entre los brazos. Ella ya no era la misma ni lo será los días siguientes, que la encontrarán ojerosa, siempre en bata y siempre hambrienta. El primer día, cuando crucé el patio para ir al cuarto de los trebejos, vi que sólo había aparecido la Vaquita, una gata pinta que ya había parido dos camadas en casa y a la que mi madre guardaba especial cariño, porque casi había muerto de tristeza, según ella, cuando comenzó la repartición de sus crías entre las vecinas y el veterinario de la colonia. La Vaquita se paseó inquieta por la pila de agua, rodeó el guayabo, intentó -sin muchas ganas, a decir verdad- subirse a él y hasta llegó a husmear en la puerta que comunicaba con la cocina, pero nada, su benefactora no aparecía. En ese lapso bajaron Mimoso, Perezoso y el Chato, un gato cuyo pedigrí persa apenas había sobrevivido en esa cara que hacía honor a su nombre, a la que seguía un cuerpo fofo cubierto de pelo gris. Esos cuatro gatos esperaron hasta que el sol se puso y se fueron desconcertados, deteniéndose en la ida, volviendo la cabeza con cada ruido que viniera de dentro de la casa, hasta que al final desistieron y desaparecieron de mi vista. Luego comprendí que mi madre no estaba para alimentar a nadie más que a su nuevo hijo y, aunque se asomaba de repente al patio, no volvió a ocupar su trono gatuno. A rey depuesto, rey puesto. Su lugar fue ocupado por Carmela, nuestra joven tía que me descubrió las propiedades de ese balde azul que volvió a llenarse de comida, “para los gatos de la tarde”, me dijo. Nuestro patio volvió a albergar a la comunidad de los gatos inútiles de la zona (así los llamó mi padre alegando que a un buen gato no le faltarían ratones para comer), pero la Vaquita no apareció nunca más. Carmela aseguró que la tristeza de no volver a ver a mi madre la había matado, según ella, porque los gatos pueden morir de amor.

Los que sí me consta que murieron de amor fueron Napoleón y Sadam o Napo y Dudi, como acabamos llamando a un par de gatos que mis hermanos salvaron de una muerte inminente. Al primero, estaban a punto de ahogarlo en una cubeta, poco después de nacer; al segundo, lo tenían en una especie de corredor de la muerte de la veterinaria, porque su dueña no quería saber nada de ese pequeño gato asmático de Angora. Ambos gatos crecieron con personalidades muy distintas. Napo, tranquilo, elegante, obediente y amante de los boleros, dedujo mi padre, feliz de tener un fiel acompañante en sus ratos bohemios. El otro, en cambio, rebelde, huidizo, juguetón y con una extraña relación con el teclado de la computadora, al que orinaba de repente o sobre el que daba pasitos justo cuando mi padre se ponía a escribir. A pesar de las diferencias, los gatos se adoraban, no durmieron nunca separados y, cuando uno enfermaba, el otro hacía de cariñoso centinela. Un día, Napo dejó de comer y comenzó a vomitar reiteradamente un líquido verde, tras sus lengüetazos al trasto del agua. Pronto, el veterinario nos daría la mala noticia de que un tumor maligno crecía en su estómago y no había posibilidad de tratarlo, por lo que nos ofrecía la opción del sacrificio rápido e indoloro que le iba a evitar una mala muerte. Curiosamente, Dudi había sido el primero en detectar el cuerpo extraño de su compañero, pues no dejaba de lamerle justo donde se alojaba el tumor y, cuando debimos decidir la muerte de Napo, concertando una fecha y planeando el consecuente entierro, Dudi se hundió en lo que parecía una profunda tristeza, agazapándose en un rincón de la cocina e iniciando su particular y anticipado duelo. Sin embargo, Napo no esperó al sacrificio y murió una noche antes de lo previsto. A mi hermana le extrañó verlo a los pies de su cama, acostado sobre la ropa que se había quitado la noche anterior y aparentemente dormido. Aún tenía el cuerpo caliente cuando se acercó a acariciarlo, pero ya no respiraba. Dudi esperaba en la puerta del cuarto, tranquilo, como nunca, como si hiciera la guardia a su compañero muerto. No había terminado de secarse la tierra de la tumba de Napo, que humedecimos para plantarle flores, cuando Dudi se suicidó. Sí, ante nuestros tristes y azorados ojos que miraban desde el balcón la calle, Dudi se lanzaba hacia un coche blanco en marcha que lo había estrellado en la acera de enfrente. Recogimos su cuerpo deshecho y envuelto en espasmos, quisimos creer que sus ojos, casi en blanco, nos miraban y se despedían pidiendo esa comprensión que tardamos en tener. Dudi y Napo fueron enterrados juntos, en un par de cajas de cartón y al lado de sus juguetes y cuencos de comida. Aún recuerdo a mis hermanos pequeños inclinados sobre el montículo de tierra, hablando entre ellos sobre el posible estado de los cuerpos o barajando la posibilidad de un rápido desentierro y la consecuente momificación que, habían leído, practicaron los egipcios con sus animales más queridos. Mi padre quiso paliar el vacío comprando un perro que, según él, exigiría nuestra atención constante y haría que olvidáramos pronto a los mininos, pero no fue así. El pobre perro fue devuelto a la veterinaria a la semana y nosotros seguimos con nuestra rutina de visitas a las tumbas de nuestros gatos, hasta que el tiempo hizo lo suyo, nosotros crecimos, nos fuimos de casa y no objetamos que ese sagrado jardín familiar fuera sustituido por un estacionamiento.

Bajo la idea de que dos se acompañan y uno se aburre (falaz premisa que bien podría invertirse), siempre acabamos teniendo dos y no un gato en casa. Los hermanos Karamazov, Dimitri y Aliosha, fueron mis últimos y particulares mininos. Vivía en un departamento de Tlalpan que debió parecerles un enorme solar, casi sin muebles, blanco y con grandes ventanales a un jardín de eucaliptos. Pero la sensación que debieron tener, más que por el espacio, pudo responder a su tamaño: eran tan pequeños que cabían de sobra en la palma de mi mano. Mi madre me había regalado a ese par de bichitos recién nacidos que habían aparecido en un rincón del laboratorio universitario en el que trabajaba. Sabía que era la camada de una gata amarilla que merodeaba por el lugar y que había sido apaleada una noche antes por el gatofóbico velador, que, sin pudor, alardeaba su hazaña, alegando que eran los animales más traicioneros que la naturaleza había creado. “A ver, güera”, le dijo a mi madre, “¿dónde has visto que la gente se forme por adoptar gatos? Nomás comen, duermen, mean y te echan a perder la alfombra”, a lo que mi madre respondió, con su acento eslavo: “pues ahora vas a ver a una, cabrón”. La diosa había renacido. Tomó una caja vacía, la llenó de algodón y periódicos estrujados y salvo a los cinco gatos de la camada que maullaban sin parar, a unos centímetros de su madre muerta. Me dijo que había repartido a los otros tres en casas fiables de amigas y que esos dos últimos, uno gris Oxford y el otro pinto, blanco con negro, “los más llorones”, estarían mejor en familia, así que me los ofrecía bien comidos y dormidos, “para que tengas a alguien que te espere en casa”, concluyó.

Los hermanos Karamazov estuvieron casi ocho años conmigo y pocos menos con mi hermana, que se había mudado a mi departamento por algunos meses. Dimitri, el gris, creció elegante y presumido; aprendió a abrir ventanas, a agarrar su trasto de la comida con los dientes y golpear con él en el suelo, cuando tenía hambre, y hasta supo para qué servía esa enorme pieza blanca, en forma de copa deformada, en la que sus dueñas solían sentarse. Sí, un buen día, después de un viaje de fin de semana, descubrimos a Dimitri sobre el váter, concentrado en lo suyo, con la mirada fija en su caja de arena puesta a un lado, que clamaba ya por su limpieza. Desde ese entonces, tuvimos cuidado en dejar la tapa del váter arriba y Dimitri nunca nos falló. Prefería defecar en el váter (a donde debió ser una odisea subir) que en cualquier otro sitio fuera de su caja. Aliosha, por su parte, asumió que era el menor y, físicamente, el más débil, por lo que se subordinó a su hermano de manera pacífica y leal. Dimitri lo mimaba y protegía, pero también fue su preceptor: le descubrió el abrevadero para los colibríes que habíamos colgado en una de las ventanas, así que ambos se divertían asustando a los diminutos pájaros; le enseñó las funciones de un buen gato-perro, como maullar a quienes se acercaran a la puerta o a seguirnos con la vista, desde la ventana de la cocina, cuando nos íbamos o llegábamos a casa. Aliosha se convirtió en la sombra de Dimitri y éste campaba feliz con su corte, donde también nos contábamos nosotras, siempre atentas a las gracias y nuevos conocimientos del felino mayor.

Curiosamente, la historia de estos dos terminó de manera similar a la de Napoleón y Sadam. Cuando me fui a vivir al extranjero, mi madre intentó adoptarlos, pero su gata persa, tan blanca como egoísta (gata única, al fin y al cabo, dicen), hizo imposible cualquier convivencia pacífica, así que Dimitri y Aliosha despertaron al guerrero que guardaban dentro y si no acabaron con ella, sí lo hicieron con la paciencia de mi madre. Ella optó por entregarlos a una amiga suya que “los deja dormir en su cama, como a los otros dos que tiene”, me dijo por teléfono, entre justificando su acción y convenciéndose de que había tomado una buena decisión. Luego, me fue contando cómo Dimitri se había vuelto el rey del barrio (él, un gato que ni había salido de un departamento) y cómo Aliosha terminó ocupando el principado de la casa, rigiendo sobre los otros dos que, sumisos, habían aceptado el nuevo orden. A estas alturas, después de seis años de separación, no sé cuánto hay de realidad en las crónicas de mi madre (mi primera duda surgió cuando ella aseguraba que Dimitri había preñado a todas las gatas de la zona, a pesar de su castración). Lo cierto es que una de sus llamadas me trajo malas noticias: alguien había robado a Dimitri, “habrán pensado que era fino”, me dijo, y Aliosha había comenzado una rutina de búsqueda diaria, por los jardines de las casas aledañas. Fue un sábado cuando Aliosha decidió no salir más; esperó la noche, se escurrió por los barandales de la ventana a la calle y esperó en el borde de la acera. Cuando debió intuir la cercanía del primer camión de carga, de esos que iban a la Central de abastos, se preparó y, con las luces cegándolo, debió lanzarse sobre él. “Tu gato no podía vivir sin su hermano”, comentó mi madre, “quizá debas probar a tener solo uno, ya ves, cuando saben lo que es tener pareja luego no pueden vivir solos, son como nosotros”, concluyó casi como una confesión.

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