lunes, 12 de abril de 2010

El hechizo de la gata blanca

Paula Ruggeri


Se lo oía a la medianoche. A la hora señalada, su esbelta y fuerte figura se recortaba en la pared medianera. De nada servían los piedrazos de mi hermano o los gritos de mi padre. En su pelaje amarillo se reflejaba la luna.

El maullido era imperativo, nacido de las entrañas de la carne, un llamado que no se podía desoír.

Ella era pequeña y la llamábamos Duquesa. La trajimos a nuestra casa siendo diminuta, y recuerdo que su pelo blanco y suave le daba una apariencia frágil. Era nívea. Creció, pero poco. Siempre fue una gata pequeña. El nombre de Duquesita se lo puso mi abuela. Así debían ser las duquesas según ella, pálidas y frágiles.

Pero el llamado del gato amarillo, con el poder de la sangre ardiente, incólume en la medianera, altanero frente a los gritos, indiferente frente a las piedras, debía ser oído.

Duquesa se escapaba. Se iban juntos saltando techos.

Yo era una niña, pero no tanto. Algo comprendía del llamado lunar, algo intuía. El hechizo del gato bajo la luna.

Fueron cinco noches de luna. Cinco noches en que Duquesa, al oír el llamado, se escurría entre mis brazos y se fugaba con su amante por los techos.

A la sexta noche, Duquesa dormía en mis brazos. Parecía más desmayada que dormida. Mi hermano preparaba la artillería para el gato amarillo. Pero no vino.
La noche era oscura. No hubo llamado, ni pelaje amarillo reflejando la luna. Ya no volvería.

Pasaron meses y el vientre de Duquesa pesaba. Era más frágil que nunca, más débilmente principesca que nunca. Daba ternura su blanca debilidad. Cada tanto, sentía que preguntaba por él. Me asomaba a la medianoche al patio, preguntándome en qué tejados haría, cada noche, su invocación a la luna.

Llegó la tarde del alumbramiento. Yo estaba sola. Mi padre estaba de viaje, y mi abuela, enferma en un hospital, con mi madre a su lado. Yo sola estaba con Duquesa. Era mi responsabilidad.

La oí gemir. En la cama de mis padres, en la habitación a oscuras, la oi llorar. Vi como trataba de reanimar su primer cría muerta. Envolví al prematuro cachorro muerto en un pañuelo y acomodé la gata sollozante en una caja de almacén forrada de sábanas. La llevé caminando a la veterinaria. Caminaba lo más rápido que podía, agitándome y por una vez entendí esa frase común de las novelas viejas “preciosa carga”.

La espera en la sala de la veterinaria fue angustiosa. La dulce duquesa era muy pequeña para parir. Se le hizo una cesárea

A las dos horas la veterinaria me trajo en una caja a la madre anestesiada y a las tres crías.

-No puede dar de mamar por la anestesia-me dijo-pero la cría necesita leche. Vas a tener que atenderlas vos.

Contemplé el interior de la caja. Eran tres gatitas preciosas. De pelo amarillo, negro y blanco.

Todas las gatas de tres colores son hembras-explicó la doctora.

Recordé al amante nocturno, su largo pelo amarillo…

Esa noche la pasé en vela, mojando una y otra vez mi dedo en leche, intentando que las tres gatitas se salvaran, dándoles calor en mi falda. Porque el invierno era crudo, la casa muy abierta y la noche, eterna.

Con los primeros rayos de luz, entró, despacio, mi madre. Me dijo que mi abuela dormía y ella venia a descansar un rato. Miro a las gatitas.

Se recostó en el sillón y yo con ella. Pasó su brazo por mi espalda y recostó la cabeza. Yo me acurruqué en su hombro.

Dormimos.

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