miércoles, 24 de noviembre de 2010

Miau y miau

José Luis Ontiveros
joseluis.ontiverosm@gmail.com


Hace algún tiempo fui un hombre de cierta y precaria voluntad soberana; estos renglones muy mermados e imprecisos son los que se pueden rescatar en en castellano.

Lo cierto es que desde hace tiempo a esta parte fui invitado, por decirlo así, a un encuentro a las impiadosas torres de la cuidad del Gato Vengador (Miau y miau), donde me recibiría el Gran Brujo Felino, los gatitos que merecían esta distinción era ya una legión de celebridades: estaba el espíritu de Geisha que permanece muy apegada a su última reencarnación y que ha avanzado en conocimientos bibliográficos; estaba por otra parte, el saltarín gatito Matacuas, cuyo impropio nombre para nada se avenía con su elegancia y sus largos bigotes poéticos, se encontraban el gato de Drieu della Rochelle que era dado a la ataraxia y fiel a su estirpe siamesa un tanto distante de los maullidos comunes.

En una rigurosa selección había una legación gatuna perteneciente al escritor H.P. Lovecraft, embajada literaria que dominaba en tres leguas de la Ciudad de Ur, los secretos ominosos del Necronomicon y que pese a sus sapienciales arcanos se mantenían juguetona y de buen humor, al punto que gran parte de la vida social giraba en torno a sus improvisaciones de coros felinos. A los que se sumaba el gato de Baudelaire, gato acosado en ocasiones por el Spleen y por el recuerdo del frondoso trasero de la amante negra del gran poeta y sus prácticas de brujería criolle, de tal forma que para ser humano en tan baja condición de la escala biológica no la pasaba mal y hasta es factible decir que había alcanzado un cierto grado gatuno de felicidad.

Lamentablemente las torres donde residían los gatitos y que anhelé pudieran ser mi morada: no aceptaban ningun tipo de mascotas sobre todo las humanas y estaba prohibido dar albergue a este tipo de depredadores si pasaban tres días, se rumoraba de terribles castigos para quien había intentado romper con las reglas básicas de la convivencia felina.

Tarea

Sabiendo que regresaría al ingrato mundo de los hombres traté de cumplir con diversos cursos que impartieron los profesores maullantes para compensar con algún conocimiento mi pobre existencia. En las noches escucho el canto de los gatos más sabios y voy alisándome el bigote para cuando llegue el momento en que pueda finalmente trasladarme a las ingrávidas torres de la ciudad del Gato Vengador. Lo que requiere una vida de votos gatunos como ver la luna redondeada de queso, tomar leche tibia a medianoche y leer los periódicos para tenerme al tanto de las locuras de los hombres.

Si ejerzo estas virtudes pronto podré decirle adiós a los humanos, que nada saben de altas ciencias ni de un mundo superior. Raza muy ingrata y cretina. De tal forma que podré buscar ya en mi forma felina al gatito lector que vivió en mi estudio de Córdoba y que era un consumado experto en artes ninjas y otras formas del espionaje.
Era capaz de pasar tres horas como si fuera las manchas de un venerado mueble que nunca se limpiaba por aquello de las supersticiones que hay que tener muy en cuenta para evitar males mayores en esta vida. Y así vivo lo que me queda de humano consumiéndome en la pronunciación doctoral del miau-miau. Tarea que ha requerido de todo mi dedicación y que es muy compleja en su aparente sencillez.

Veo que voy tomando ciertos modales refinados y que no soporto la loca vanidad de los hombres. Cada día me siento más gato y dejo en un perchero, los sombreros, y principalmente las ideas humanas colgadas de sus ganchos. No hay nada mejor que decir miau-miau.

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