domingo, 4 de julio de 2010

Julio

Juan Ibáñez


Recuerdo que nací negro como el carbón, y que me dejaron junto a la puerta de la casa: no sé el tiempo que transcurrió desde que me abandonaron, hasta que me avistaron y me acomodaron en el interior, en la casa donde he vivido hasta hace unos años.

Ellos me acondicionaron un cuarto (inmenso para mí dado mi tamaño de entonces). Me dieron un hogar y un nombre, Julio, por el mes en el que aparecí en sus vidas. Ya no recuerdo el año.

He sido, y de alguna otra forma sigo siéndolo, testigo mudo de excepción de todo cuanto ha acontecido y acontece en mi hogar. He visto como a duras penas se intentó rehabilitar el edificio, y he presenciado el desfilar de inquilinos de diferente pelaje por los apartamentos: el Tomás, el malo de la película, con su novia la Canija; también la Mari Carmen con toda esa colección de hermanas, medio canis, que evidenciaban la vocación de coneja de su madre; el Pototo y la Maruchi, una pareja de jóvenes que dio que hablar, pues cuando él se fue, marcharon en procesión la colección de novios que la moza tenía ocultos.

Después, mucho después de mi fuga, llegó la segunda etapa, la de los vejestorios. Los primeros fueron la Mela y el Cucu (la Mela, una hembra aficionada a las labores, hacía con él encajes de bolillo), y más adelante los camellos, la Sigala y el Perico, dos desgraciados que por poco más arruinan a mis padres. El último fue Sibuana, tan negro como yo, con su churumbel a cuestas.

Tal vez mi condición de descamisado provocara, a medida que iba creciendo, que me escapara con frecuencia. Traía a mi madre adoptiva por la calle de la amargura con tanta salida, con tanta ida y vuelta. Yo no era de trapo y ella lo sabía, pero no lo asumía. Ella me quería siempre en casa, como la prima Tina, que sé que se pasa la vida sentada frente al televisor o mirando por la ventana en el otro piso.

Yo, condicionado por mis genes, quería conocer y ver mundo. Mi regreso los llenaba siempre de alegría, siempre tenían algo para cuando llegaba, una sorpresa. Yo quiero que ellos entiendan que no me fui por mi voluntad y que a pesar de todo sigo estando a su lado. Mis nuevos padres, durante algún tiempo, estuvieron buscando a mis padres naturales por el barrio, pero no tuvieron suerte, de lo que me alegro, porque para qué los iba a conocer, el abandono era prueba de que no les interesaba; o quizás sí, y tal vez por carecer de medios me habían dejado en ese portal. Ya ha pasado mucho tiempo, tampoco merece la pena lamentarse ahora.

Para mí lo peor fue cuando mis padres aparecieron con el otro, ¿acaso no tenían bastante conmigo? ¿qué les había hecho yo para que me castigaran con uno más? Con el tiempo aprendí a aceptarlo y a quererlo, la verdad es que no me resulto fácil, cuando era pequeño lo perseguía, me metía con él, le hacía perrerías, mi padre me reñía, llegó hasta pegarme. Sé que los palos le dolían a él tanto como a mí, pero era yo quién los recibía.

También me acuerdo de la María. Sé que cuando la casa estuvo abandonada, ella se refugiaba dentro. La nueva situación no la hizo desistir, se sentía con derecho sobre la propiedad: ella la había visto primero. A pesar de ello, y de que yo podía comprender el razonamiento, cuando me hice mayor no quería verla por allí ni en pintura, cuando alguna vez aparecía cogía al Clarito y lo llevaba conmigo para que me ayudara a echarla. La vecina de enfrente, amiga de María desde hacía años le hizo sitio en su casa, y con ella compartió su intimidad durante algún tiempo. Un día apareció muerta en la casa de al lado, que por aquel entonces permanecía cerrada, y fue un drama para los vecinos de la calle.

El Clarito y yo no fuimos a su funeral porque consideraban que éramos muy pequeños para esas cosas, que según ellos son para mayores. Como no nos dejaron ir esa mañana nos quedamos solos esperando a que volvieran, el tiempo justo para que aprendiéramos a conocernos mejor y ser amigos.

Yo aprovechaba para salir a la calle cuando alguien se dejaba la puerta abierta o entornada, le hacía señas a mi hermano, pero él no quería acompañarme, creo que la calle le traía malos recuerdos, únicamente salía con mis padres, nunca solo.

Yo salía era para pelearme, quería demostrarle a los otros, a los callejeros, que era el más fuerte, el más grande, el más valiente, pero cuando mi padre me veía en la calle, me daba una tunda allí en medio y me metía otra vez en casa. Nunca tuve problemas con los inquilinos que conocí; ni tampoco con los amigos de mis padres.

Yo mismo era mi problema; un problema difícil de resolver, un problema que implicaba a la naturaleza misma y al mismísimo Dios que todo lo ve, y que tal vez aquel día en el que todo sucedió, se quedó dormido. Porque fue de madrugada. Quizás se le cruzaron los cables. O lo convino de ese modo.

Sé que aún lloran mi ausencia, pero yo los vigilo todo el rato.

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