martes, 22 de junio de 2010

Sin título


Irene Artigas

(Foto de la autora)


In memoriam José Saramago y Carlos Monsiváis


La relación que tengo con los gatos es como la que se tiene con una historia de terror: es algo que no te gusta, que te da miedo, pero que irremediablemente te atrae (irremediablemente, como una cosa del destino, algo a lo que no puedes oponer resistencia). De los gatos me horrorizan sus gritos de niño recién nacido, su olor, su aparente independencia, su falta de pudor para aparearse en los lugares más públicos (un jardín ajeno, la mitad de la sala, las miradas de desconocidos), la desvergüenza con la que se acurrucan en las bardas de las casas mientras cinco o seis perros les ladran erizados desde abajo. Y me atraen sus colores, sus amarillos, grises, negros o blancos, lisos o atigrados, su pelo largo o enroscado y su andar, su olor, su aparente independencia, su falta de pudor.

Hablo de gatos y gatas en general porque nunca he tenido ninguno. Únicamente puedo hablar de los de mis conocidos: de Matute, que sólo come croquetitas con forma de pescado; de la Vaca, que era, por supuesto, pinta; de Pumpkin, de quien sólo sé porque me cuentan que vive allí, con mi hermana, escondiéndose de quienes no son de casa; de un gato que se fue a Francia con sus dueños y se murió ahí; de otras que llegaron al balcón, seguramente desde un piso superior, y se quedaron para siempre. También conozco a los gatos de los libros, que se suben a las camas y se acurrucan con sus dueños, de los que tal vez no sean más que humo amarillo enrollándose en las paredes de las casas, de las que acompañan a las viejitas jóvenes. Pero ninguno ha sido mío, como Neu, mi perra que me sigue a todas partes, me hace tropezarme, me calienta los pies, intenta hipnotizarme para que le dé agua, comida o un cariño, que llora cuando vuelvo de un viaje largo o que me busca hasta en el armario. Así que, gatos míos, con una historia mía, nada. Bueno, no es cierto, hubo un gato.

Fue en una reunión en casa de una amiga. El departamento se llenó rápidamente de gente, vasos, humos y yo me acerqué a un sillón cerca de la ventana. Ocupé el único rincón que quedaba en él, lleno de bolsas y sacos de los invitados. Entonces lo vi. Salió de una de las recámaras de la casa y sentí que se dirigía a mí. Y digo que lo sentí, porque, como soy miope, no podría asegurar que el gato me veía. Poco a poco se fue acercando y yo no podía moverme. Fue algo así como una posesión: yo, inmóvil, hasta que el gato se acomodó en mi regazo. La dueña de la casa se acercó extrañada porque decía que era un gato huraño y que, en realidad, nunca se acercaba a nadie más que a ella. Yo seguía paralizada, aunque por suerte todavía pude escuchar el comentario de mi amiga. Eso desencadenó una reacción de mis otros sentidos. La nariz me empezó a picar, los ojos a llorar. Noté unas manchitas en la mano que parecían comenzar a extenderse a todo el cuerpo. Y el gato seguía viéndome fijamente a los ojos, como diciendo: “Estás en mi lugar. Ahora eres mía”.

En ese momento, estornudé, y la amiga con la que había ido a la reunión se acercó a preguntarme si no me importaba que nos fuéramos, que era alérgica a los gatos y que ya se sentía mal.

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