miércoles, 16 de junio de 2010

Los gatos de Buenos Aires

Juan Pablo Vitali


Los gatos de Buenos Aires no tienen otro remedio que ser grises. Y aunque sean negros o blancos son grises como el tango.

No hay muchos lugares donde los felinos no domésticos sino urbanamente salvajes puedan guarecerse. Sólo en algunos rincones de ciertos parques (tampoco de todos) y en los patios de las iglesias, de las pocas iglesias que conservan sus antiguos patios.

Se nota que los gatos pueden hablar con los muertos, o más bien con los fantasmas de los muertos que no es lo mismo. Y eso abunda en Buenos Aires. Quizá por eso nos invade esa sensación de perturbadora intranquilidad cuando los solemos ver maullando en lugares oscuros, rodeados de árboles o bajo los pórticos poco a poco derruidos por la inclemente humedad del clima.
Juan Pablo Vitali


Nuestros gatos porteños no son esos micifuz de solterona mal atendida, ni esos que tienen un collarcito y bajan una vez por día de su departamento. No, nuestros gatitos son el alma del arrabal, los amargos pasos de Borges por el jardín botánico, el sutil oído de los ciegos que Sábato inmortalizara en “Sobre héroes y Tumbas” (eso suponiendo que la literatura pueda ser todavía inmortal).

Todos o casi todos tenemos a veces por aquí la tentación de convertirnos en ese tipo de animalitos. Las noches de la región son muy propicias para eso. La niebla también, porque aquieta las pisadas hasta convertirlas en pisadas de gato.
Y peor aún son los que no se ven (me refiero tanto a gatos como a hombres) porque los desterrados tenemos siempre algo de resentidos, siempre nos queda un poco de odio para dar. Y acá somos todos desterrados, tangueros llorones escondidos por los angostos pasillos de los conventillos, de los piringundines, de cuanto lugar lúgubre y gris podamos aprovechar para dar rienda suelta a nuestro amargo escepticismo, que no es otra cosa que una inconfesada necesidad de gatuno cariño bien macho.

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