lunes, 31 de mayo de 2010

El gato grande


Edmée Pardo

(Foto de Luz Torres)

Se despierta asustada. Un lamento agudo entra por su piel hasta atrapar su corazón. Es un llanto amplio, sufrido. Ella palpa su vientre, lo siente vacío. Sentada trata de comprender: la camisola de algodón translucido, el gesto de su cabello, el grito a punto de salir por sus labios secos: está llorando un niño herido. En un segundo atraviesa el cuarto casi sin tocar el suelo. El frío del piso le hubiera dado conciencia pero tenía que correr por su hijo. Llega agitada a la habitación. Hay silencio en el aire iluminado por la luz proveniente de la calle. Asoma a la cuna. Está tendida, como la dejó hace semanas. La foto sigue en la cajonera-cambiador-de-pañales. En el marco de pasta azul con peces coloridos permanece con esa sonrisa de bebé que empieza a ser niño. El chillido la vuelve a la realidad de la noche. Despeja la cortina y asoma por el vidrio. Es un gato que llora como si supiera del dolor de los niños. No tiene fuerza para abrir la ventana y gritarle que se largue.

Amanece acostada en el piso de madera clara del cuarto de su hijo. La luz del sol toca su cara enrojecida, los párpados hinchados. Tarda en reconocer dónde está, lo que ha pasado. El día ya caminó, la calle vive en pleno la gente y los autos. Sube a la azotea y busca una huella de animal. Inspecciona cada rincón. ¿De dónde sale, dónde vive? Escucha un silbido y luego varios. Los hombres de la construcción vecina ríen de ella, hacen señas obscenas. Se da cuenta de la transparencia del camisón, de su desnudez, de los moretes en su cuerpo.

Se viste despacio. Cuando lo hace apenas reconoce su piel erizada, blanquecina. Ni siquiera se echa un vistazo en el espejo cuando ata el cabello en la parte de atrás con una liga. Hace tanto que no es ella que ni siquiera vale la pena intentar mirarse de nuevo. Esa imagen no es suya, no lo era.

Veneno para gatos, pide al hombre de la ferretería y baja la cara. No soporta que la vean, en su cara está escrito, se nota a lo lejos. Nadie tiene porqué saberlo. Bastante tiene ella con vivirlo, con morirse dentro. El dependiente ofrece un muestrario de pastas en bote, líquidos, polvos. Efectivos para ratas, gatos, perros. Hay que untarlos en pan, quizá mezclarlo con un poco de atún. La ventaja es que no se mueren ahí. Da tiempo al animal de volver a su guarida y ni siquiera hay que deshacerse del cuerpo. Es lo más efectivo, ya verá. Ella paga todas las pócimas y las echa a su bolsa. Camina un par de cuadras y se sienta en la banca de un parque. Enfrente una hilera de botes de basura atiborrados de bolsas plásticas transparentan desperdicios. Quién sabe hace cuánto no pasa el camión de la limpieza. Gira la cabeza para no detenerse en la podredumbre y mira a un niño que empuja su carreola. Viste un pantalón de pana azul marino, una camiseta a rayas azules y blancas, zapatos pequeñísimos de gamuza. Camina en búsqueda de su equilibrio, tambaleándose, sujetado del tubo de metal, concentrado en la hazaña. La madre empuja la carreola y estira los brazos para que el niño pueda hacer sin estorbo. Un gato atraviesa atrás de ellos y ella lo sigue con la mirada, trata de hacerlo porque desaparece veloz en línea recta. ¿Será el gato de anoche? ¿Es ese el que chilla afuera de mi casa?

Los gatos son difíciles de ubicar, rara vez están en el suelo, caminan por la ventana, brincan del refrigerador al mueble de la despensa, se enredan en el cojín de un sillón, se esconden en los cajones de ropa, en el closet, acechan desde la mesa del comedor, no se dejan abrazar, maúllan desaforados por un mimo. Su pelo contamina el interior de las mujeres, hiere su útero, les impide tener hijos. Los gatos se meten en todos lados pero no están cerca, miran de lejos, arañan, invaden el espacio, nunca tienen dueño. Disfrutan la cacería, matan lentamente a su presa, la hacen sufrir. Los gatos grandes parecen humanos, caminan como personas, usan palabras. Viven en casas, hasta tienen familias. Pero por dentro son gatos y atacan, persiguen a su presa, arañan, cazan, matan. Hacen creer que son inofensivos, luego traicionan. Los gatos grandes comen niños chicos.

Está en su cocina, una pequeña luz sobre la mesa ilumina sus manos inquietas. Prepara atún con el polvo, unta la pasta en pan, vacía el líquido en agua. Una punzada en el estómago avisa hambre. Contempla el surtido, hay suficiente como para alimentar un gato grande, como para ahorrarse para siempre el nombre del vacío. Sostiene la cara con las manos: una rejilla de dedos secos la atrapan. No hay llanto que alivie, no hay grito ya guardado. Se detiene junto al canto de la puerta y la golpea con el antebrazo, una, dos, diez veces, hasta que la piel revienta. Grita. Algo del dolor de afuera se parece al dolor de adentro. Mira cómo viaja la sangre por su piel que empieza a reconocer así, herida, como propia.

Sube los platos a la azotea y los deja en lugares que supone estratégicos. Por casualidad se mira al espejo cuando sale del baño rumbo a la cama. Esa no soy yo, se dice al tiempo que se echa el pelo sobre la cara. La despierta el chillido que se mete por su piel hasta detenerle el corazón. Es el gato, ahora lo reconoce de primera intención. No enciende la luz. Escucha el llanto que rasga el vientre. Se pasea silenciosa por la casa, asechando, al estilo de los gatos grandes. Cuando se da cuenta de su andar prende la luz, ella no es así. No es tampoco la del espejo. Se desconoce en cada gesto, en cada acto. De pronto el maullido enmudece y silencia el dolor de los niños del mundo. Ella va a la cama.

A la mañana siguiente encuentra los platos intactos, quizá un poco menos de agua. El atún y el pan en porciones idénticas. Si no acaba con el gato chico sabe que algo mayor acabará con ella. Compra en la tienda otra dosis de venenos. No atiende la explicación del vendedor. Se sienta en la misma banca del parque. Los botes de basura están limpios. No hay niño empujando carreola, no hay mamá que lo apoye. Una rata negra sale de los botes y atraviesa veloz para perderse bajo los arrayanes. La mira sin asombro. Dónde están los gatos, se pregunta.

Hace los mismos preparativos que la noche anterior. Cambia el lugar de los platos. Toma la fotografía con el marco de pasta azul. Quiere llorar pero no hay nada adentro. Desde la cama ve el canto de la puerta: está muy cansada. Se queda dormida con la foto en las manos. La despierta el maullido. Abre los ojos y mira a su hijo. Así lloraba, así lloró. No pudo impedir su dolor. Se queda agazapada, bajo la cobija, con los ojos abiertos.

Amanece y el día está en silencio. La calle parece dormida aún aunque el sol ya caminó por el cielo. Es domingo, reconoce. Afuera no estarán los hombres de la construcción. Sube a la azotea, el fresco de un día claro ventea su camisón, permite ver a lo lejos: nubes, ropa tendida, macetas, follaje de árboles. Inspecciona los platos: el pan intacto, el agua intacta, del atún no hay resto. Se sienta en un borde a mirar la mañana, el sol la abraza. Pequeñas lágrimas salen de sus ojos, no las percibe hasta que las prueba en los labios. Se toca el vientre, recuerda cuando lo tuvo henchido y por dentro se sentía plena, llena de esperanza. Mira sus manos vacías. Lo último que prepararon fue muerte cuando hasta hace poco mezclaban alimento para la vida. Hasta hace poco acunaban a un niño perfecto, de pelo castaño suave como pelusa, de risa abierta, que calentaba su regazo. Hasta que el gato grande. Es inútil repasarlo de nuevo, las imágenes se confunden: la sorpresa, el ataque, la velocidad, el llanto de su hijo, la sangre.

La luz del sol saca un brillo al tinaco, una masa negra que de pronto toma un filo dorado y la distrae. Algo se mueve tras de él. Es el gato moribundo, piensa. Se pone de pie y asoma para ver. Es una gata de color madera que respira con dificultad. No siente nada, ni pena, ni dolor, ni gusto. Todo se acaba, comprende, lo sabe ella mejor que nadie. La gata afloja con el último respiro. Así quisiera ver al gato grande, si lo atraparan, si la policía tuviera suficientes dosis de veneno para capturarlo, si quisieran. Duda si tomarla y echarla al bote de basura o dejarla ahí para que otros gatos aprendan. Un movimiento la saca de su cavilación. Otro gato moribundo, supone. Se acerca y mira debajo del ladrillo una camada de gatitos, no más de una semana de edad. Son una bola de pelo gris. Caben perfectamente por el escusado.

Toma la cobija de la cuna, echa a los gatos en un atado y baja la escalera. Esa frazada otra vez con vida adentro, una vida multiplicada. Las emociones salen sin buscarlas. Tiene ganas de acunarlos, de herirlos para que maúllen como lloró su hijo, de cuidarlos. Entra al baño y de reojo se mira al espejo, no es ella la de hace dos días, tampoco la de antes, hay alguien nuevo en su cara. No se detiene, de cualquier manera tampoco la reconocería. Se sienta frente al escusado, abre el bulto. Mira a los mininos andar, toma uno al azar. Lo echa a la taza, baja la tapa y jala una, dos, tres veces. Cuando abre el agua clara cae en remolino. Un gato menos, un gato chico menos. Cuando busca a los otros ve que se han ido, caminan por la casa y algo le conmueve de verlos así, casi como el niño de la carreola pero ellos sin madre. Una madre menos, quizá ella debiera ser la que no existiera. Sin críos una ya no es madre, a pesar del embarazo, a pesar de haber parido. Alcanza a otro minino y siente su fragilidad entre las manos, lo delgado de los huesos, la bomba pequeña de su corazón a punto de estallar. Lo aprieta con fuerza, escucha un chillido, truena entre sus dedos una tortilla dura. No lo quiere ver, lo echa al escusado y jala, una dos, tres, cinco, veces. Levanta la tapa y no hay nada, sólo el agua en la que puede ver la silueta de su rostro. ¿De quién es esa imagen? No hay respuesta. A cambio del silencio se descarga la fuente del llanto. Es un llanto enorme, cavernoso. Sus manos son ahora garras de gato grande que come gatos chicos. La fuente no tiene límite. Cierra los ojos sobre el tapete del baño.
Un lamento agudo entra por su piel hasta atrapar su corazón. Es un llanto amplio, sufrido. Toca su vientre tibio: cuatro gatos pequeños maúllan en su regazo. Llora más fuerte, piensa en su hijo.

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