martes, 25 de mayo de 2010

El gato de humo


Luis Bernardo Pérez

(Ilustración de Juan Carlos Palomino)


Mi papá no podía dejar de fumar.

Todas las mañanas, mientras se rasuraba, repetía frente al espejo: “Hoy dejo el tabaco, hoy dejo el tabaco, hoy dejo el tabaco…”. Sin embargo, al salir de casa rumbo a su oficina ya tenía el primer cigarro del día entre los labios.

Como la fuerza de voluntad no le dio resultado, probó otros remedios. Primero compró chicles especiales para dejar de fumar y todo el día los estaba masticando. Luego se puso en los brazos unos parches que anunciaban en la televisión.

Ninguna de estas cosas funcionó.

Un día fue con un sicólogo para que lo hipnotizara. Él le explicó que su método era buenísimo, pues cuando probara un cigarro sentiría un asco tan enorme que no le quedarían ganas de volver a encender otro. Al salir del consultorio papá hizo la prueba, pero no sintió el asco enorme que le había dicho el sicólogo. Ni siquiera un asco mediano ni un asco pequeño. Al contrario, dijo que desde ese día el tabaco le supo mucho más rico.

Antes de darse por vencido fue con un doctor chino muy famoso, quien le clavó unas agujas pequeñitas en todo el cuerpo. Al principio la cura pareció servir, pero después de una semana también resultó un fracaso.

–Ya lo intenté todo y no puedo dejar el cigarro –le dijo un día a mi mamá cuando estábamos terminando de comer.

–Fumar es peligroso para la salud –le recordó ella.

–Ya lo sé, pero es algo más fuerte que yo –dijo y sacó su encendedor y una cajetilla recién comprada.

Mi mamá no se enojó; solamente le hizo una advertencia:

–Si quieres seguir con ese horrible vicio es cosa tuya. Pero no voy a permitir que sigas estropeándoles los pulmones a los miembros de esta familia.

–Pero si yo no molesto a nadie –se defendió él.

–Dijeron en la televisión que el cigarro también le hace mal a quienes están cerca de los fumadores –le explicó mamá–. Además, es un mal ejemplo para tus hijos.

A partir de entonces, cada vez que mi papá estaba en casa y le daban ganas de fumar tenía que salir al jardín. Allí se quedaba durante mucho tiempo, sentado en un banquito oxidado y echando humo hasta que se aburría.

Durante la temporada de lluvias no le quedaba otro remedio que refugiarse en el cuarto de las herramientas, el cual está al final del jardín. Este cuarto, como su nombre lo dice, sirve para guardar herramientas y toda clase de tiliches. Mi hermana Isabel y yo preferimos llamarlo “la cabaña”, pues en ese lugar jugamos a que estamos en un bosque y somos cazadores de osos. Aunque, viéndolo bien, el cuarto no tiene ningún parecido con una cabaña. Es una covacha llena de polvo, con techo de lámina y piso de cemento.

Un día de tormenta, mientras Isabel y yo hacíamos la tarea en la mesa del comedor, escuchamos unos gritos. Nos asomamos por la ventana que da al jardín y vimos salir a papá de la cabaña. Corría hacia la casa en medio de la lluvia agitando mucho los brazos. Cuando entró, nos dijo:

–¡Rápido, necesito que todos me acompañen al cuarto de las herramientas! ¡Quiero comprobar si estoy loco o no!

–Pero está lloviendo –protestamos.

–No importa, esto es muy importante –insistió.

Papá nos explicó que, mientras fumaba, había ocurrido algo muy extraño y quería saber si era real o no. Mamá le preguntó entonces qué había estado fumando, pues nos dijo que existen unos cigarros muy malos que le hacen ver a la gente cosas rarísimas.
Tanta fue la insistencia de mi papá que aceptamos acompañarlo. Con nuestros impermeables puestos, Isabel, mamá y yo cruzamos el jardín y entramos en la cabaña.
Allí no había nada. O, más bien, había lo de siempre: herramientas, frascos con clavos, latas de aceite para auto, juguetes viejos y aparatos que ya no usamos. ¿Por qué se había asustado tanto papá?

–¡Miren allá, en aquel rincón! –dijo él–. ¿Acaso no lo ven?

Al principio no lográbamos distinguir nada fuera de lo común. Pero luego lo vimos. Parecía una sombra. Pero al observar con más cuidado nos dimos cuenta de que no era una sombra, sino una especie de nubecita gris. Y esa nubecita tenía la forma de un gato.

Era un gato de humo.

Papá volvió a preguntar si lo veíamos. Cuando le dijimos que sí, respiró aliviado pues eso demostraba que no estaba loco. Era real.

Nos contó que el gato se había ido formando con el humo de su cigarro. Primero el tronco, luego la cabeza y por ultimo las patas y la cola. Flotó en el techo durante un rato y luego comenzó a moverse como si corriera. Así llegó hasta los anaqueles del fondo y se estuvo paseando por allí. Lo examinaba todo como acostumbran hacer todos los gatos cuando llegan a un lugar desconocido. Papá intentó tocarlo para comprobar si realimente existía, pero no pudo porque la aparición saltaba siempre lejos de él.

Nos acercamos un poco para ver mejor aquella maravilla. Era realmente bonito. Su cuerpo neblinoso, hecho de una bruma gris, se estiraba y perdía su forma. Luego la recuperaba y volvía a ser un gato.

–Vamos a capturarlo –dijo mi padre–. Podríamos volvernos ricos con él

–Es cierto, la gente pagará mucho dinero para verlo –confirmó mamá–. No creo que haya en el mundo otro gato igual a éste.

–Pero, ¿cómo vamos a atraparlo? –preguntó mi hermana Isabel–. El humo no se puede agarrar

Después de pensarlo un poco, decidimos encerrarlo en una caja de cartón. En la cabaña había muchas. Papá eligió una de buen tamaño y se acerco lentamente al extraño felino. En lugar de huir, el animal se le enfrentó. Y cuando menos lo esperábamos saltó a la cara de papá y lo atacó. Él intentó liberarse, pero, como había dicho mi hermana, el humo no se puede agarrar. Cada vez que intentaba quitárselo de la cara, sus manos lo atravesaban.

–¡Auxilio! ¡No me deja respirar! –gritaba papá con desesperación y luego comenzó a toser.

Quisimos ayudarlo, pero tampoco podíamos sujetar al gato. Su cuerpo vaporoso se nos escapaba de entre los dedos mientras papá seguía gritando y tosiendo cada vez más. Fue terrible.

En ese momento se me ocurrió una solución. No me gusta presumir, pero siempre he sido el más inteligente de mi familia y ese día volví a demostrarlo. En la cabaña, como ya dije, había muchas cosas, entre ellas aparatos que no usábamos. Uno de ellos es el ventilador, el cual sólo es útil durante el verano. Corrí hasta él y, después de conectarlo, lo acerque a la cara de papá. La brisa que produjo era demasiado débil y el gato siguió aferrado a su presa. Pero cuando lo puse a la máxima velocidad, el felino no pudo resistir la fuerte corriente de aire. Se fue disolviendo poco a poco hasta que al fin se esfumó.

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