martes, 29 de abril de 2014

El niño volador

Carlos Miranda

(Foto del autor)



Para Juan Almela
Como Cervantes escribió la segunda parte del Quijote para aplacar a los Avellanedas, me veo obligado a salir a defender el honor de mi querido y vituperado gato, de cuya alcurnia han buscado colgarse dos o tres granujas que se presentan como escritores.
Un año antes de cumplir cuarenta, me dieron ganas de celebrarlos con la primera fiesta de cumpleaños de mi vida. Así, anticipé a mis amigos que en el 2002 no habría Navidad. Quien quisiera, podría caer a mi casa a cenar o, si tenían que pasar la Nochebuena en familia, que llegaran después. El reventón iba a ser largo y empezaría, para quien lo deseara, con la cena.
          El viernes 20 de diciembre, en compañía de dos parejas de amigos que no iban a ir a mi fiesta, en el bar La Ópera, a poco de que cerraran, vi salir dos gatitos que se correteaban entre las mesas. Pichupicheé al más grande, se acercó raudo y con un brinco se instaló a ronronear en mis piernas. Era blanco y con los ojos azul cielo, con cara de desmadroso, y un detalle graciosísimo: tenía la punta de la cola chueca y parecía un periscopio. Fue amor a primera vista. Pregunté si podía llevármelo, me dijeron que sí y desde entonces mi casa es su territorio —me da chance de dormir hasta que quiere jugar.
          Probé ponerle distintos nombres hasta que me gustara uno definitivo, sin que el gato se diera por enterado, pero recordando un capítulo de La Tremenda Corte donde Trespatines cuenta que su Mamita lo llamaba “¡Ven acá, niño!”siempre a gritos,comencé a decirle igual y él a obedecer sin falta. Se le quedó el Niño.
          A la cena del 24 —suculento conejo al horno preparado por la generosa Dulce, esposa de Víctor— se apuntaron Juan, el Ciudadano (que al final no estuvieron), Nacho y mi hermana Gabriela. Toño y Angélica llegaron como a la una.
          El Niño departió con todos y en la sobrefiesta se echó a dormir en el sofá largo de la sala, entre Nacho y Toño, quien estaba del lado de la puerta que da al balcón.
          Alrededor de las tres, sonó el timbre. Era Javier, que cenó con sus padres. Traía un paquete de turrones y mazapanes de regalo y una botella de whisky. Salí a recibirlo a las escaleras. Al abrir la puerta, ladró el cóquer de los vecinos. Vi que el Niño abría un ojito sin inmutar su pereza. Saludé a Javier, me dio la bolsa con las vituallas y entré primero. Él decidió apersonarse a su estilo: echando una marometa. Mientras doblaba hacia la cocina, me pareció escuchar un lejano y apagado vendaval entre las risas y las exclamaciones de todos.
          Copeteé un vaso con hielos y vertí una buena dosis de whisky. Al dárselo a Javier, oí que Angélica me dijo desde el balcón: “Carlos, tu gato está allá abajo... se aventó”. “Cómo crees”, le respondí. “De veras, está abajo —vivo en un segundo piso—, junto a un carro”. Cuando dije “¡No mames!”, ya iba yo en el primer piso y Gabriela, que tiene tres gatos, venía detrás.
          Salí mirando a todos lados, sin éxito. Me entró la desesperación. Habían pasado catorce años desde la muerte mi gatita Micha; me quemó el vacío de haber guardado tan largo luto para que mi nuevo brother se matara sin cumplir una semana conmigo. Gabriela, quien tenía tres gatos, estaba al borde de la histeria y le grité que se regresara. A continuación, le pedí a Angélica que me guiara desde el balcón hacia el Niño. Señaló el coche donde lo había visto y me puse pecho en tierra. Lo vi de inmediato a un metro, debajo de un Datsun blanco como él, con sus ojos azules enormes y negros y su desmadrosa cara demudada. Me acerqué con paso certero para no darle tiempo de huir —en ese instante asocié que el pobre había creído que el Cóquer del Infierno iba por su alma— y lo agarré de una pata más fuerte que un borracho a punto de la congestión a la barra o a un poste.
          De regreso, Javier me dijo con seriedad: “Imagínate qué culpa, maestro. Pero tu gato está loco; ¡cómo se le ocurre aventarse! Está loco”. Todos rashomoneamos durante horas, infinitamente divertidos. A Toño le pasó una ráfaga por la cara cuando el Niño levantó un vuelo que implicó un giro de 240 grados en el aire y no se dio cuenta.El pobre gato salió de abajo de la cama hasta la noche siguiente (a la fecha lleva cuatro caídas o “vuelos”, la última con fractura de pelvis). Entre las muchas bromas, la mejor fue la de referirse a él como el-gato-voladooor, el-gato-voladooor.
          No fue multitudinaria mi fiesta de cuadragésimo cumpleaños, pero sí muy divertida, con su detalle de gran color.
          Al enorme Nacho le divirtió tanto el suceso que apenas salió de mi casa, a las dos o tres de la tarde del 25, se puso a contarle la aventura a cuantos se encontró, quienes la convirtieron en nota de color oral. Un par de meses más tarde, me apersoné en una tertulia a la que iba de vez en cuando; era los lunes en la noche en un bar de Gante, en el Centro. No terminaba de sentarme cuando uno de los asiduos, novelista correcto pero mediocre y trepador, me dijo que acababa de entregar su cuento del gato volador a un periódico; se monto en su perorata una poetisa más bien mala y peor escaladora social que apuntó que ella entregaría el suyo al día siguiente. Me quedé estupefacto, no hay otra palabra. Sin embargo, pronto di paso a otra emoción: ira. Protesté. Dije en voz alta, dirigiéndome a toda la mesa, que nadie que no hubiera estado en mi casa tenía derecho a escribir la anécdota. Esta es la única y verdadera historia de mi Niño y, como no se puede defender de que los escritorcillos mercenarios y arribistas quieran lucrar con ella, por su honorabilidad, he debido aclararla. Pobrecito.

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