martes, 22 de abril de 2014

ÉRASE UN GATO



Eva Leticia de Sánchez

Foto: Karla Cadena


Llegó sin que me enterara, y se quedó contra mi voluntad.  Nunca he soportado compartir mi espacio con ninguna clase de animal que no sea humano.  Mis hijas lo han tenido claro desde pequeñas.  En las escasas ocasiones que lograron hacerse de una mascota, pronto me encargué  de que se perdiera, o de hacerles tan pesada la tarea de cuidarla que ellas mismas optaron por darlas en adopción.  Ni siquiera he permitido la estancia a esos pececillos de colores vistosos que, bien podrían servir para decorar, y que resultarían inocuos si no tuvieran fama de atraer la mala suerte.
            Tal vez por esa causa, mis hijas, ya con la voluntad crecida, lo trajeron sin pedir mi consentimiento. Cuando lo vi casi me desmayo.
--¡Un horrible gato negro se metió a la casa! ¡Allá va … sáquenlo, sáquenlo! –grité, con la inocencia ridícula de quien ignora lo que todo mundo sabe.
De nada sirvieron mis argumentos en contra: es un asco toparse con los pelos del animal por todos lados. Va a usar las macetas de excusado y las plantas se van a secar. La casa va a oler a zoológico. No nos va a dejar dormir con sus maullidos. ¡Es negro!, como los de las brujas. Me cae gordo y ¡punto!
Mi marido, cómplice ideológico de la mitad de mi vida, me volvió la espalda en esta situación. Avaló la permanencia de la bestia con el argumento de que siempre es preferible convivir con un micho, por molesto que sea, que con un criadero de ratas.
Como último recurso, y en pleno ejercicio de mis dotes melodramáticas, les di un ultimátum: el gato o yo, al que ni caso le hicieron. Inferí que habían elegido al gato y eso hirió de muerte mi orgullo. Debí haberles cumplido la amenaza pero no lo hice (vamos, ni siquiera realicé aspaviento alguno de largarme),  en cambio quedé con la humillación tatuada en mi rostro y, sobre todo, comenzando a albergar un inmenso odio por el inmundo animal.
Pensé entonces que el agravio merecía una venganza a su tamaño, y comencé a lucubrar la manera de eliminarlo. Envenenarlo poco a poco fue lo más benigno que se me ocurrió, y de no ser porque comúnmente la fuerza se me va por la boca, y porque mi religión condena el hacerse justicia por propia mano, lo habría hecho. En cambio inicié un meticuloso escrutinio de todo cuanto hacía la bestia, y a impedirle que lo siguiera haciendo. Ussshhha. ¡Largo de aquí! ¡No te comas eso! ¡No te subas ahí! ¡Bájate a la voz de ya! No obstante, la observación a que lo tenía sometido me hizo notar lo que de otro modo nunca hubiera visto.
Cuando llegó era tan pequeño que se perdía en cualquier rincón pese a su notable color. Daba vueltas hacia acá y hacia allá, seguidas de  unos cuantos pasos inseguros, para volver a dar vueltas, desorientado cual borracho. Emitía débiles y tímidos fufidos; tal vez percibía la casa y sus objetos como un mundo inmenso y extraño que no sabía por dónde comenzar a explorar. Quizá sentía miedo. Yo, en secreto me burlaba de su torpeza y de su miedo. Algunas ocasiones que se me atravesó al paso no pude evitar pisarlo, juro que involuntariamente, aunque si he de ser sincera, sin remordimiento alguno.
Pronto se volvió retozón. Pegaba unas carreras locas de lado a lado del cuarto donde estuviera, y que bruscamente paraba, con una exactitud matemática, en el mismo punto de la habitación. La única respuesta coherente que encontré a la pregunta de ¿por qué hace eso?, es que lo hacía para probar sus frenos. Ya andaba a esas alturas a sus anchas por toda la casa, con la arrogancia de quien se sabe triunfador.
Me acostumbré a que en el momento menos esperado me saltara enfrente la bola de pelo negro, y a encontrarlo encaramado en los libreros, en la televisión, en el excusado y hasta en mi cama, su lugar preferido. No me cabe la menor duda de que la elige porque sabe que me enfurece verlo ahí, y se burla haciendo precisamente lo que más me enoja. Es cierto que cuando le ordeno con un firme ¡lárgate de mi cuarto, animal inmundo! obedece en el acto, claro, no sin obsequiarme una mirada furibunda y desdeñosa, mientras masculla su desacuerdo con tan arbitraria orden.
Establecidos los límites nos es más fácil la coexistencia. Incluso en ocasiones pienso que, después de todo, no nos caemos tan mal. Conmigo es con quien se ve obligado a convivir más tiempo, pues sus dueñas y acérrimas defensoras se la pasan gran parte del día fuera de casa, y es en esos lapsos cuando hemos llegado a tolerarnos más. A veces hasta platicamos. Es que es en verdad inteligente el micho éste; tan inteligente que cuando le hago alguna pregunta, presto me contesta. Y si lo regaño porque ha ensuciado alguna pared o porque esparce las croquetas en el piso o por cualquier travesura que ha hecho, se justifica y se defiende. Aunque él no ha aprendido a hablar ni yo a maullar, nos comunicamos y eso me asusta.
Hay ya un patrón establecido en nuestra convivencia. En el día yo soy la que domina; eso ha quedado claramente establecido. Entonces él a veces se la pasa ensimismado, mudo. Adopta las poses más estrambóticas que yo pudiera imaginar; no es raro encontrarlo echado en un escalón, con la cabeza colgando, el cuerpo flácido, suelto, con la mirada perdida. Casi nunca adopta la posición de efigie como hacen la mayoría de los gatos que he visto, en cambio es muy frecuente verlo caminando y que de repente, en plena marcha se deje caer, como si se desmayara, quedándose ahí, tirado e inamovible un buen rato. A veces se echa de panza en el barandal más alto de la escalera, las patas colgando a los extremos, apoyada la cabeza en la barbilla; nuevamente pensativo cual si estuviera decidiendo el destino del planeta; nada lo saca de ese estado. Paso frente a él, lo amenazo con empujarlo al vacío, le hablo, le grito y ni un bigote mueve. Claro, los corcoveos y los ronroneos los reserva para cuando está presente el resto de la familia, así refuerza su imagen de gracioso y frágil, mentecato manipulador.
Frente a mí no disimula que sus preocupaciones son otras. De tiempo en tiempo se asoma por la ventana de la cocina, que está en la parte alta de la casa, y desde donde se tiene una amplia vista del vecindario. Digo que se asoma porque se asegura de que sólo sea la cabeza la que sobresalga del quicio de la ventana; como si vigilara; como si esperara la llegada de algo o de alguien y no quisiera ser notado por ese algo o ese alguien. Así puede quedarse por horas, parado en una silla, el cuerpo estirado totalmente y sosteniéndose con las garras delanteras en el quicio; mirando a diestra, siniestra y al horizonte, siempre expectante. Observo su mirada, que abarca más allá de lo que alcanzo a ver, y estoy segura de que a ella llegan miles de imágenes invisibles para mí; estoy segura de que él conoce las respuestas de todo aquello que no entiendo.
Entre bromas he comentado con la familia algunas de las peculiaridades del michino para sondearlos, para ver si ellos se han dado cuenta de que no es un animal común el que vive con nosotros, si han notado su comportamiento siniestro y misterioso, pero sólo he conseguido servir de blanco de las bromas de sobremesa durante varios días. Para colmo, frente a ellos el micho actúa como inocente angelito y sólo se deja querer y apapachar, menos toman en serio lo que les digo de él. Así que tengo que lidiar sola con mis temores y mi curiosidad. Porque sí, he de confesarlo, el animal me atrae tanto como me llena de miedo.
Y es que durante el día la situación es tolerable y a veces hasta divertida, pero las noches se han convertido en un calvario pues él se torna impetuoso, arrogante y grosero. Araña puertas y ventanas y emite ruidos bestiales. Pelea furioso contra el aire y resopla con la fuerza de un toro. Exige entrar y salir de la casa a su albedrío y, a pesar de que dejo ventanas abiertas en varias habitaciones, se empeña en hacerlo sólo a través de la mía. Todas las noches cierro la puerta con la esperanza de que me deje dormir en paz, pero la rasguña, la golpea, bufa a todo pulmón hasta que me obliga a abrirle. Lo hace para probar que de noche manda él. Cuando no lo obedezco arma un escándalo mayúsculo que, imagino, suena a aquelarre, y porfía en dar vuelta a la manija con su garra hasta que lo logra. Se cobra el insulto con el horror que sabe, me provoca. Me paralizo cuando lo veo al lado de mi cama, enseñoreado, arrogante y malévolo, tan crecido como pantera mientras yo me empequeñezco. Tiemblo cuando me mira fijamente con esos dos puñales de fuego; su dominio es tal que no puedo rehuir esa mirada. Lo que veo en sus ojos no lo entiendo; me resulta imposible racionalizarlo pero me sacude y me llena de angustia. En el momento en que al fin se marcha trasponiendo la ventana, me deja sintiendo hielo en el estómago y con las quijadas trabadas de miedo.
Cuando logró serenarme prometo con firmeza que al llegar el nuevo día, momento en que el volverá a estar a mi merced, le haré pagar el trago amargo que me hizo pasar en la noche. Que nunca más tendrá la oportunidad de aprovecharse de mi vulnerabilidad. Que lo desapareceré de mi casa y de mi vida. Mas cuando llega el momento no me atrevo. Es que él sabe las respuestas. Él sabe que lo sé y a eso se atiene.


Agosto de 1998.

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