viernes, 6 de junio de 2014

Cuatro historias de gatos



José Manuel Ortiz Soto


Propuesta peligrosa

Mientras los animales del club jugaban a las cartas solían entretenerse a costa del gato. El perro, abusando de su jerarquía milenaria, lo hacía objeto de bromas y sarcasmos. Esa tarde, en tanto fumaba con parsimonia, se propuso demostrar al grupo que el pequeño felino, mimado por amas de casa y solteronas, no pasaba de ser un animalillo lúdico y decorativo.
—Entonces, ¿quién le pone el cascabel? —conminó socarrón a los presentes.
Los animales se carcajearon divertidos y azuzaron al displicente minino que dormitaba sobre el respaldo de un sillón. Solo la víbora de cascabel no sonrió, sacó la lengua, se enroscó desconfiada y agitó nerviosamente el rabo a la espera del valiente que habría de quitarle su ornamento.

Tarde en el estudio

Antonia entró  por la ventana como si la casa no tuviera puerta. Al pasar por mi espalda, su aliento tibio acarició mi cuello, estremeciéndome. Sé que no te gusta que salga y entre así, pero me encanta sorprenderte, me dijo con esa mirada melosa que usa cuando sabe que acaba de distraerme. En silencio acompañé su paso sigiloso hasta el sillón donde se echa y ronronea, mientras yo escribo.

Intimidad

¡Un bicho acaba de salir de mi cuerpo!, gritó mamá asustada. No le di importancia: cuando enfermó, los doctores me dijeron que en casos como el suyo las alucinaciones visuales y auditivas son la constante. Un día, mientras la ayudaba a ducharse noté su axila derecha tumefacta. ¡Ten cuidado que me lastimas!, protestó. No he sido yo, me defendí, mientras media docena de gatitos escapaban por su piel lacerada. Lo sé, me dijo con voz sobria y satisfecha.

Doble cámara falsa de Gesell

Detuvo su nado y observó al animal. Envuelto en su ronroneo de arena no parecía un depredador de peces. Si habláramos un mismo lenguaje, podríamos ser buenos amigos, se dijo.
Del otro lado del cristal, el gato se preguntaba qué pasaría por aquella cabeza. Tal vez tenía que ver con la recomendación de su sicólogo, quien aseguraba que para calmar sus instintos agresivos, no había mejor terapia que sumirse en el aburrimiento de ver a los peces nadar.

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