jueves, 23 de abril de 2015

Prinz




Oriana Lara Salomón
Foto de la autora
  
Parece que fue ayer cuando leí el anuncio en el periódico: "Se regalan gatos pequeños". Nosotros ya teníamos dos gatas, una negra y una de las llamadas mariposas, o tricolor, pero yo soñaba con encontrar por ahí un gato, atigrado, para ser más exacta. Cuando llegué al domicilio indicado en el periódico, la buena alma que regalaba los gatitos me explicó que una gata de la raza "sola llegó" —la raza predominante en el mundo— se había instalado hacía algunas semanas en el cobertizo detrás de su casa y había parido —sin asistencia, como es tradición entre las hembras sin hogar— seis gatitos. A saber cuántas semanas tienen de nacidos, pero ya comen solos dijo—. Acto seguido, la joven trepó por una escalera de madera que llegaba al sotabanco, se asomó, bajó de nuevo y me pidió que subiera a escoger un gatito, mi gatito. Más o menos diez escalones más arriba, alcancé a vislumbrar una mota de pelo que comía de la lata que la joven acababa de colocar para —valga la expresión— engatusar a los gatos. Ése —le dije, porque los otros cinco huyeron al verme—, el que está comiendo. Yo bajé y ella volvió a subir por la escalera, las manos enfundadas en guantes de jardinería, y se dispuso a atrapar al cercano mi gato. Un largo y desafinado "¡Meow!" y diez garras en la espalda fueron la airada respuesta del mi gato, que protestaba ante su propio rapto. Un segundo después, su madre, una gata blanca y bufante, le saltó encima a la joven, se le prendió del brazo con otras diez garras y varios dientes y se dejó caer acrobáticamente los cuatro metros que la separaban del piso, para acto seguido salir huyendo —estoy segura que con la furia, olvidó que al final del sotabanco estaba el vacío—. Y yo, yo recién me daba cuenta de que el universo acababa de poner un gato atigrado en mi camino, porque en la oscuridad de la guarida gatuna no había sido posible ver el tono de su pelaje. Prinz —se llama— nunca me ha dicho qué fue lo que pensó que tenía enfrente cuando me vio, pero —sea lo que sea que haya pensado— su mirada aterrada y su maullar ininterrumpido pronto dieron paso a una mirada confiada, al ronroneo, al juego, a los mimos y a los besos de nariz más tiernos del mundo.

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