martes, 7 de febrero de 2017

Ojos grises

José Antonio Bautista Quiroz

 

 (Foto de Alejandro Herrero Alapont, proporcionada por el autor)

 

Habíamos entrado a aquella casona vieja y casi derruida por pura curiosidad. Se había convertido en un espacio para la venta de todo lo que había pertenecido a sus últimos dueños, muebles, vajillas, figurillas de porcelana, entre otros cachivaches.  Olía a humedad, a aire viejo y los muebles tenían una capa gruesa de polvo gris. El piso de duela rechinaba en ciertos puntos a nuestro paso. El salitre había carcomido gran parte de una de las paredes laterales, en el único lado donde penetraba la luz.
     Conforme avanzábamos de una habitación a otra, un frío inusual se iba apoderando de nuestros cuerpos. Laura ya no quería continuar, pero por insistencia mía avanzamos. En la última habitación lo vimos; por un instante, pero lo vimos. Sentado en un enorme sillón, ese gato con gran pelaje negro y ojos grises nos miraba con desdén, como reclamándonos nuestra intrusión. Entendimos que no debíamos estar ahí: de repente, toda la habitación se había llenado de gatos. Algunos se nos repegaban entre las piernas con cierta hostilidad, otros subieron al sillón para observarnos y estar al acecho de nuestros movimientos; pero la mirada de todos reclamaba lo mismo: ¿Qué hacen aquí?
     La mano de Laura me agarraba con fuerza y no me atreví a mirarla para no contagiarme más del miedo que ya sentía. Poco a poco dimos la media vuelta para dirigirnos a la salida, pero al lado de la puerta había un espejo de cuerpo completo recargado sobre la pared. En él vi el miedo de Laura y el mío. Sin embargo, también noté que los gatos no se reflejaban. Laura también lo notó. No dijimos nada. Como pudimos salimos de la casona con los nervios de punta.
     En una de las ventanas de la parte de arriba, un gato negro nos observaba. Sus ojos grises parecían decirnos: no vuelvan.




No hay comentarios:

Publicar un comentario