Eva Leticia de Sánchez
Foto: Karla Cadena
Foto: Karla Cadena
Llegó sin que me enterara, y se
quedó contra mi voluntad. Nunca he
soportado compartir mi espacio con ninguna clase de animal que no sea
humano. Mis hijas lo han tenido claro desde
pequeñas. En las escasas ocasiones que
lograron hacerse de una mascota, pronto me encargué de que se perdiera, o de hacerles tan pesada
la tarea de cuidarla que ellas mismas optaron por darlas en adopción. Ni siquiera he permitido la estancia a esos
pececillos de colores vistosos que, bien podrían servir para decorar, y que
resultarían inocuos si no tuvieran fama de atraer la mala suerte.
Tal vez por esa causa, mis hijas, ya
con la voluntad crecida, lo trajeron sin pedir mi consentimiento. Cuando lo vi
casi me desmayo.
--¡Un
horrible gato negro se metió a la casa! ¡Allá va … sáquenlo, sáquenlo! –grité,
con la inocencia ridícula de quien ignora lo que todo mundo sabe.
De
nada sirvieron mis argumentos en contra: es un asco toparse con los pelos del
animal por todos lados. Va a usar las macetas de excusado y las plantas se van
a secar. La casa va a oler a zoológico. No nos va a dejar dormir con sus
maullidos. ¡Es negro!, como los de las brujas. Me cae gordo y ¡punto!
Mi
marido, cómplice ideológico de la mitad de mi vida, me volvió la espalda en
esta situación. Avaló la permanencia de la bestia con el argumento de que
siempre es preferible convivir con un micho, por molesto que sea, que con un
criadero de ratas.
Como
último recurso, y en pleno ejercicio de mis dotes melodramáticas, les di un
ultimátum: el gato o yo, al que ni caso le hicieron. Inferí que habían elegido
al gato y eso hirió de muerte mi orgullo. Debí haberles cumplido la amenaza pero
no lo hice (vamos, ni siquiera realicé aspaviento alguno de largarme), en cambio quedé con la humillación tatuada en
mi rostro y, sobre todo, comenzando a albergar un inmenso odio por el inmundo
animal.
Pensé
entonces que el agravio merecía una venganza a su tamaño, y comencé a lucubrar
la manera de eliminarlo. Envenenarlo poco a poco fue lo más benigno que se me
ocurrió, y de no ser porque comúnmente la fuerza se me va por la boca, y porque
mi religión condena el hacerse justicia por propia mano, lo habría hecho. En
cambio inicié un meticuloso escrutinio de todo cuanto hacía la bestia, y a
impedirle que lo siguiera haciendo. Ussshhha. ¡Largo de aquí! ¡No te comas eso!
¡No te subas ahí! ¡Bájate a la voz de ya! No obstante, la observación a que lo
tenía sometido me hizo notar lo que de otro modo nunca hubiera visto.
Cuando
llegó era tan pequeño que se perdía en cualquier rincón pese a su notable
color. Daba vueltas hacia acá y hacia allá, seguidas de unos cuantos pasos inseguros, para volver a
dar vueltas, desorientado cual borracho. Emitía débiles y tímidos fufidos; tal
vez percibía la casa y sus objetos como un mundo inmenso y extraño que no sabía
por dónde comenzar a explorar. Quizá sentía miedo. Yo, en secreto me burlaba de
su torpeza y de su miedo. Algunas ocasiones que se me atravesó al paso no pude
evitar pisarlo, juro que involuntariamente, aunque si he de ser sincera, sin
remordimiento alguno.
Pronto
se volvió retozón. Pegaba unas carreras locas de lado a lado del cuarto donde
estuviera, y que bruscamente paraba, con una exactitud matemática, en el mismo
punto de la habitación. La única respuesta coherente que encontré a la pregunta
de ¿por qué hace eso?, es que lo hacía para probar sus frenos. Ya andaba a esas
alturas a sus anchas por toda la casa, con la arrogancia de quien se sabe
triunfador.
Me
acostumbré a que en el momento menos esperado me saltara enfrente la bola de
pelo negro, y a encontrarlo encaramado en los libreros, en la televisión, en el
excusado y hasta en mi cama, su lugar preferido. No me cabe la menor duda de
que la elige porque sabe que me enfurece verlo ahí, y se burla haciendo
precisamente lo que más me enoja. Es cierto que cuando le ordeno con un firme
¡lárgate de mi cuarto, animal inmundo! obedece en el acto, claro, no sin
obsequiarme una mirada furibunda y desdeñosa, mientras masculla su desacuerdo
con tan arbitraria orden.
Establecidos
los límites nos es más fácil la coexistencia. Incluso en ocasiones pienso que,
después de todo, no nos caemos tan mal. Conmigo es con quien se ve obligado a
convivir más tiempo, pues sus dueñas y acérrimas defensoras se la pasan gran
parte del día fuera de casa, y es en esos lapsos cuando hemos llegado a
tolerarnos más. A veces hasta platicamos. Es que es en verdad inteligente el
micho éste; tan inteligente que cuando le hago alguna pregunta, presto me
contesta. Y si lo regaño porque ha ensuciado alguna pared o porque esparce las
croquetas en el piso o por cualquier travesura que ha hecho, se justifica y se
defiende. Aunque él no ha aprendido a hablar ni yo a maullar, nos comunicamos y
eso me asusta.
Hay
ya un patrón establecido en nuestra convivencia. En el día yo soy la que
domina; eso ha quedado claramente establecido. Entonces él a veces se la pasa
ensimismado, mudo. Adopta las poses más estrambóticas que yo pudiera imaginar;
no es raro encontrarlo echado en un escalón, con la cabeza colgando, el cuerpo
flácido, suelto, con la mirada perdida. Casi nunca adopta la posición de efigie
como hacen la mayoría de los gatos que he visto, en cambio es muy frecuente
verlo caminando y que de repente, en plena marcha se deje caer, como si se
desmayara, quedándose ahí, tirado e inamovible un buen rato. A veces se echa de
panza en el barandal más alto de la escalera, las patas colgando a los
extremos, apoyada la cabeza en la barbilla; nuevamente pensativo cual si
estuviera decidiendo el destino del planeta; nada lo saca de ese estado. Paso frente
a él, lo amenazo con empujarlo al vacío, le hablo, le grito y ni un bigote
mueve. Claro, los corcoveos y los ronroneos los reserva para cuando está
presente el resto de la familia, así refuerza su imagen de gracioso y frágil,
mentecato manipulador.
Frente
a mí no disimula que sus preocupaciones son otras. De tiempo en tiempo se asoma
por la ventana de la cocina, que está en la parte alta de la casa, y desde
donde se tiene una amplia vista del vecindario. Digo que se asoma porque se
asegura de que sólo sea la cabeza la que sobresalga del quicio de la ventana;
como si vigilara; como si esperara la llegada de algo o de alguien y no
quisiera ser notado por ese algo o ese alguien. Así puede quedarse por horas,
parado en una silla, el cuerpo estirado totalmente y sosteniéndose con las
garras delanteras en el quicio; mirando a diestra, siniestra y al horizonte,
siempre expectante. Observo su mirada, que abarca más allá de lo que alcanzo a
ver, y estoy segura de que a ella llegan miles de imágenes invisibles para mí;
estoy segura de que él conoce las respuestas de todo aquello que no entiendo.
Entre
bromas he comentado con la familia algunas de las peculiaridades del michino
para sondearlos, para ver si ellos se han dado cuenta de que no es un animal
común el que vive con nosotros, si han notado su comportamiento siniestro y
misterioso, pero sólo he conseguido servir de blanco de las bromas de sobremesa
durante varios días. Para colmo, frente a ellos el micho actúa como inocente
angelito y sólo se deja querer y apapachar, menos toman en serio lo que les
digo de él. Así que tengo que lidiar sola con mis temores y mi curiosidad.
Porque sí, he de confesarlo, el animal me atrae tanto como me llena de miedo.
Y
es que durante el día la situación es tolerable y a veces hasta divertida, pero
las noches se han convertido en un calvario pues él se torna impetuoso,
arrogante y grosero. Araña puertas y ventanas y emite ruidos bestiales. Pelea
furioso contra el aire y resopla con la fuerza de un toro. Exige entrar y salir
de la casa a su albedrío y, a pesar de que dejo ventanas abiertas en varias
habitaciones, se empeña en hacerlo sólo a través de la mía. Todas las noches
cierro la puerta con la esperanza de que me deje dormir en paz, pero la
rasguña, la golpea, bufa a todo pulmón hasta que me obliga a abrirle. Lo hace
para probar que de noche manda él. Cuando no lo obedezco arma un escándalo
mayúsculo que, imagino, suena a aquelarre, y porfía en dar vuelta a la manija
con su garra hasta que lo logra. Se cobra el insulto con el horror que sabe, me
provoca. Me paralizo cuando lo veo al lado de mi cama, enseñoreado, arrogante y
malévolo, tan crecido como pantera mientras yo me empequeñezco. Tiemblo cuando
me mira fijamente con esos dos puñales de fuego; su dominio es tal que no puedo
rehuir esa mirada. Lo que veo en sus ojos no lo entiendo; me resulta imposible
racionalizarlo pero me sacude y me llena de angustia. En el momento en que al
fin se marcha trasponiendo la ventana, me deja sintiendo hielo en el estómago y
con las quijadas trabadas de miedo.
Cuando
logró serenarme prometo con firmeza que al llegar el nuevo día, momento en que
el volverá a estar a mi merced, le haré pagar el trago amargo que me hizo pasar
en la noche. Que nunca más tendrá la oportunidad de aprovecharse de mi
vulnerabilidad. Que lo desapareceré de mi casa y de mi vida. Mas cuando llega
el momento no me atrevo. Es que él sabe las respuestas. Él sabe que lo sé y a
eso se atiene.
Agosto de 1998.
Agosto de 1998.
Bueno el cuento, me puso tenso.
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