(Foto del autor)
Para Juan Almela
Como Cervantes escribió la segunda parte del Quijote para
aplacar a los Avellanedas, me veo obligado a salir a defender el honor de mi
querido y vituperado gato, de cuya alcurnia han buscado colgarse dos o tres
granujas que se presentan como escritores.
Un año antes de cumplir cuarenta, me dieron ganas
de celebrarlos con la primera fiesta de cumpleaños de mi vida. Así, anticipé a
mis amigos que en el 2002 no habría Navidad. Quien quisiera, podría caer a mi
casa a cenar o, si tenían que pasar la Nochebuena en familia, que llegaran
después. El reventón iba a ser largo y empezaría, para quien lo deseara, con la
cena.
El viernes
20 de diciembre, en compañía de dos parejas de amigos que no iban a ir a mi
fiesta, en el bar La Ópera, a poco de que cerraran, vi salir dos gatitos que se
correteaban entre las mesas. Pichupicheé al más grande, se acercó raudo y con
un brinco se instaló a ronronear en mis piernas. Era blanco y con los ojos azul
cielo, con cara de desmadroso, y un detalle graciosísimo: tenía la punta de la
cola chueca y parecía un periscopio. Fue amor a primera vista. Pregunté si
podía llevármelo, me dijeron que sí y desde entonces mi casa es su territorio —me
da chance de dormir hasta que quiere jugar.
Probé ponerle
distintos nombres hasta que me gustara uno definitivo, sin que el gato se diera
por enterado, pero recordando un capítulo de La Tremenda Corte donde Trespatines cuenta que su Mamita lo llamaba
“¡Ven acá, niño!”siempre a gritos,comencé a decirle igual y él a obedecer sin
falta. Se le quedó el Niño.
A la cena
del 24 —suculento conejo al horno preparado por la generosa Dulce, esposa de
Víctor— se apuntaron Juan, el Ciudadano (que al final no estuvieron), Nacho y
mi hermana Gabriela. Toño y Angélica llegaron como a la una.
El Niño
departió con todos y en la sobrefiesta se echó a dormir en el sofá largo de la
sala, entre Nacho y Toño, quien estaba del lado de la puerta que da al balcón.
Alrededor
de las tres, sonó el timbre. Era Javier, que cenó con sus padres. Traía un
paquete de turrones y mazapanes de regalo y una botella de whisky. Salí a
recibirlo a las escaleras. Al abrir la puerta, ladró el cóquer de los vecinos.
Vi que el Niño abría un ojito sin inmutar su pereza. Saludé a Javier, me dio la
bolsa con las vituallas y entré primero. Él decidió apersonarse a su estilo:
echando una marometa. Mientras doblaba hacia la cocina, me pareció escuchar un
lejano y apagado vendaval entre las risas y las exclamaciones de todos.
Copeteé un
vaso con hielos y vertí una buena dosis de whisky. Al dárselo a Javier, oí que
Angélica me dijo desde el balcón: “Carlos, tu gato está allá abajo... se
aventó”. “Cómo crees”, le respondí. “De veras, está abajo —vivo en un segundo
piso—, junto a un carro”. Cuando dije “¡No mames!”, ya iba yo en el primer piso
y Gabriela, que tiene tres gatos, venía detrás.
Salí
mirando a todos lados, sin éxito. Me entró la desesperación. Habían pasado
catorce años desde la muerte mi gatita Micha; me quemó el vacío de haber
guardado tan largo luto para que mi nuevo brother se matara sin cumplir una
semana conmigo. Gabriela, quien tenía tres gatos, estaba al borde de la
histeria y le grité que se regresara. A continuación, le pedí a Angélica que me
guiara desde el balcón hacia el Niño. Señaló el coche donde lo había visto y me
puse pecho en tierra. Lo vi de inmediato a un metro, debajo de un Datsun blanco
como él, con sus ojos azules enormes y negros y su desmadrosa cara demudada. Me
acerqué con paso certero para no darle tiempo de huir —en ese instante asocié
que el pobre había creído que el Cóquer del Infierno iba por su alma— y lo
agarré de una pata más fuerte que un borracho a punto de la congestión a la
barra o a un poste.
De regreso,
Javier me dijo con seriedad: “Imagínate qué culpa, maestro. Pero tu gato está
loco; ¡cómo se le ocurre aventarse! Está loco”. Todos rashomoneamos durante
horas, infinitamente divertidos. A Toño le pasó una ráfaga por la cara cuando
el Niño levantó un vuelo que implicó un giro de 240 grados en el aire y no se
dio cuenta.El pobre gato salió de abajo de la cama hasta la noche siguiente (a
la fecha lleva cuatro caídas o “vuelos”, la última con fractura de pelvis).
Entre las muchas bromas, la mejor fue la de referirse a él como
el-gato-voladooor, el-gato-voladooor.
No fue
multitudinaria mi fiesta de cuadragésimo cumpleaños, pero sí muy divertida, con
su detalle de gran color.
Al enorme
Nacho le divirtió tanto el suceso que apenas salió de mi casa, a las dos o tres
de la tarde del 25, se puso a contarle la aventura a cuantos se encontró, quienes
la convirtieron en nota de color oral. Un par de meses más tarde, me apersoné
en una tertulia a la que iba de vez en cuando; era los lunes en la noche en un
bar de Gante, en el Centro. No terminaba de sentarme cuando uno de los asiduos,
novelista correcto pero mediocre y trepador, me dijo que acababa de entregar su
cuento del gato volador a un periódico; se monto en su perorata una poetisa más
bien mala y peor escaladora social que apuntó que ella entregaría el suyo al
día siguiente. Me quedé estupefacto, no hay otra palabra. Sin embargo, pronto
di paso a otra emoción: ira. Protesté. Dije en voz alta, dirigiéndome a toda la
mesa, que nadie que no hubiera estado en mi casa tenía derecho a escribir la
anécdota. Esta es la única y verdadera historia de mi Niño y, como no se puede
defender de que los escritorcillos mercenarios y arribistas quieran lucrar con
ella, por su honorabilidad, he debido aclararla. Pobrecito.
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