Alejandro Badillo
Imagen: Ammalynn
Imagery.
En la calle donde está mi domicilio,
un gato muerto se descompone gracias a la acción del tiempo y de la intemperie.
Lo descubrí gracias a mi manía por observar detalles en el piso y en cierta
obsesión infantil por los que habitan tras las rejas de mis vecinos. Un gato
muerto en una casa abandonada es objeto de breves asombros y, quizá, motivador
de algún monosílabo, ligeros fruncimientos de nariz. En este caso en
particular, nadie le dio cristiana sepultura y el gato inanimado sigue echado
en su muerte, retando la labor de gusanos y demás animalillos. Mi diario
trajinar por la calle me hizo testigo involuntario de su lentísimo reciclaje.
La ausencia –a primera vista– de marcas en su cuerpo, me llevó a deducir que su
muerte no era producto de alguna batalla felina, de esas que tanto gustan a los
insomnes. Al pasar los días, sin datos para sostener ninguna teoría de respeto,
mi rebuscada imaginación me hizo ver al gato víctima de una emboscada,
encontrando la muerte a manos de una bruja. La imaginación fue a más (la
ociosidad de diciembre puede dar frutos sorprendentes) y así reconstruí una
añeja disputa entre dos familias, la maldición de un gato muerto, dejado en
sigilo tras las rejas. Pasaron los días, el olor de la pudrición fue menguando
así como la frágil estructura del cuerpo. El tronco se desinfló como globo
pinchado y el piso fue absorbiendo parte de las patas y de la cola. A veces
pensé que estaba frente al fósil de una bestia fantástica, aún sin clasificar
por los científicos, y hubo un tiempo en que más que cadáver fue mero
rompecabezas gatuno. El pelaje ha perdurado y ahora parece una magra alfombrilla
resecada por el sol, cada vez más distante de la cabeza que ya deja ver asomos
de hueso.
El gato me mira todos los días con
sus ojos vacíos y podría decirse que siente natural orgullo de su
exhibicionismo. Los gusanos y demás insectos que, en teoría, deberían reducir
su cadáver a su mínima expresión, han abandonado la empresa exhaustos,
esperando que algún buitre imaginario tome su lugar y de punto final a la
historia. Sin embargo, a pesar de todo, el gato sigue ahí, y la heroicidad de
su resistencia me hace pensar que tal vez espere la compasión de un
taxidermista. Para los místicos, el bosquejo de su cuerpo será una variación
inesperada de la naturaleza, una broma que Dios puso cerca de mi casa. Lo único
cierto es que esta historia explicaría muchas cosas: que las nueve vidas son
nueve muertes, que el eterno retorno de Nietzche no es privativo de los
humanos, y que no es aconsejable la súbita extinción de un gato, porque no
asimila su muerte y, pensando que sigue vivo, espera tras la reja de una casa,
paciente como momia felina, que alguien la desencante acercándole un tazón con
leche.
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