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Parece que fue ayer cuando leí el anuncio en el
periódico: "Se regalan gatos pequeños". Nosotros ya teníamos dos
gatas, una negra y una de las llamadas mariposas, o tricolor, pero yo soñaba
con encontrar por ahí un gato, atigrado, para ser más exacta. Cuando llegué al
domicilio indicado en el periódico, la buena alma que regalaba los gatitos me
explicó que una gata de la raza "sola llegó" —la raza predominante en
el mundo— se había instalado hacía algunas semanas en el cobertizo detrás de su
casa y había parido —sin asistencia, como es tradición entre las hembras sin
hogar— seis gatitos. A saber cuántas semanas tienen de nacidos, pero ya comen
solos —dijo—. Acto seguido, la joven trepó por
una escalera de madera que llegaba al sotabanco, se asomó, bajó de nuevo y me
pidió que subiera a escoger un gatito, mi gatito. Más o menos diez escalones
más arriba, alcancé a vislumbrar una mota de pelo que comía de la lata que la
joven acababa de colocar para —valga la expresión— engatusar a los gatos. Ése —le
dije, porque los otros cinco huyeron al verme—, el que está comiendo. Yo bajé y
ella volvió a subir por la escalera, las manos enfundadas en guantes de
jardinería, y se dispuso a atrapar al cercano mi gato. Un largo y desafinado
"¡Meow!" y diez garras en la espalda fueron la airada respuesta del
mi gato, que protestaba ante su propio rapto. Un segundo después, su madre, una
gata blanca y bufante, le saltó encima a la joven, se le prendió del brazo con
otras diez garras y varios dientes y se dejó caer acrobáticamente los cuatro
metros que la separaban del piso, para acto seguido salir huyendo —estoy segura
que con la furia, olvidó que al final del sotabanco estaba el vacío—. Y yo, yo
recién me daba cuenta de que el universo acababa de poner un gato atigrado en
mi camino, porque en la oscuridad de la guarida gatuna no había sido posible ver
el tono de su pelaje. Prinz —se llama— nunca me ha dicho qué fue lo que pensó
que tenía enfrente cuando me vio, pero —sea lo que sea que haya pensado— su
mirada aterrada y su maullar ininterrumpido pronto dieron paso a una mirada confiada,
al ronroneo, al juego, a los mimos y a los besos de nariz más tiernos del
mundo.
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