lunes, 12 de abril de 2010

El Puma


Agustín Cadena

(Ilustración del autor)

El Puma es un gato anaranjado y ya está viejo, tan viejo que ha perdido todos los dientes de enfrente y ya casi no sale de la casa. Se echa en el alféizar de la ventana y ahí se pasa las horas, supongo que rumiando sus recuerdos y contemplando ese mundo de afuera que alguna vez fuera suyo.

Porque el Puma era el rey del vecindario. Era el gato más grande y fuerte, tanto así que no le tenía miedo a nadie, ni de dos ni de cuatro patas. Se ponía al tú por tú con los perros y hasta con un mapache que llegó a rondar por aquí, y en invierno no lo arredraba la nieve. Se salía en la mañana y se iba lejos. Se iba andando por enmedio de la banqueta sin que lo intimidaran los transeúntes, con la cabeza erguida y los ojos entrecerrados y, como diría Rubén Blades, “con el tumbao que tienen los guapos al caminar”. Ni siquiera les tenía miedo a los coches. Sólo el ángel guardián de los gatos lo salvó de morir atropellado, tantas veces que cruzó la calle como si nada.

Una vez se fue tan lejos que se perdió semanas enteras. Luego vino una niña a devolverlo; parece que ella hubiera querido quedarse con él, pero sus padres la convencieron de llevarlo a la dirección que indicaba su placa dorada, en las afueras de la ciudad. Ellos vivían también en las afueras, pero del otro lado. Por allá lo encontraron, dijo la niña. Se despidió de él abrazándolo y nos lo dejó aquí otra vez. Es que al Puma le gustaban las niñas. Casi tanto como le gustaban las gatas. Sabía seducirlas y pelear por ellas, y en las noches nada más se veían sus ojos destellantes y el reflejo de su piel leonada merodeando los jardines de los vecinos. Era capaz de enloquecer de amor, al grado de que ya no comía ni bebía hasta que las mariposas en el estómago empezaban a desintegrarse y le dejaban lugar para las croquetas.

También le gustaban los libros y las camas y, por supuesto, los escondrijos. Y tenía sus manías y era gruñón: le molestaba que le alzaran la voz y que abrieran la ventana cuando el niño de la casa de al lado estaba tocando la flauta. Y la gente que olía a tabaco.

Un día llegó un gato nuevo a la casa: un cachorrito que había perdido a su madre y estaba maullando angustiado en la calle, escondido junto a la ventana de un sótano vecino. Lo adoptamos. Y el Puma lo adoptó también. Empezó a quererlo como a su hijo: lo protegía, lo dejaba dormir entre sus brazos, le enseñó todas las cosas de la vida que un gato pequeño debe aprender para llegar a ser un gato grande. Pero un día lo descuidó por irse tras el perfume de una gata. Y el gato pequeño se salió a la calle por entre los huecos de la cerca del jardín, y un perro lo agarró y lo mató. Quién sabe qué pasó en la mente del Puma, si se sintió responsable, si pensó que aquello no habría pasado si no hubiera sido por su descuido. Tal vez no pensó nada de eso, tal vez los gatos no son tan enfermos como los humanos. Pero de que se deprimió, se deprimió. No volvió a ser el mismo. Perdió su fuerza. Envejeció de la noche a la mañana.

Y así está ahora: siempre echado en el alféizar de la ventana, sin salir ya. Como una prueba de que alguna vez fue joven y bravo, tiene la cara trazada de cicatrices, con una grande que le cruza la nariz, y además le falta un pedacito de la oreja izquierda.

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