lunes, 12 de abril de 2010

Gatunos

Hilda Domínguez

En mi familia el acto de nombrarnos siempre ha dicho mucho sobre cómo nos relacionamos unos con otros. Mi papá puede responder a los nombres Pon, Choco, Caifás y Papachao, aunque se llama Rodolfo. Mi mamá es Nena, Julia o Julicia, aunque se llama Leticia. Mi hermana es Lupetalópez, Jepe, Babaganush o Pan, aunque se llama Guadalupe. Mi hermano es Berto, Rody o Ruperto, aunque recibió el mismo nombre de mi padre, de mi abuelo y de mi bisabuelo. En cuanto a mí, mi nombre en casa siempre ha sido Niñoleta. Aunque a veces también pueden llamarme Viola, Niño o Miñón…

El nombrar es un acontecimiento diario y dice todo acerca de cómo estamos y con qué ánimo. Y, así, no es raro que un nombre derive en otro, que vaya transformándose sin mayor aviso: todo el mundo entiende cuando le llaman. Por eso es normal entre nosotros, en lo que atañe a los verdaderos “seres queridos” de esta familia, haberse inventado el nombre colectivo de gatunos para referirnos a todos los gatos que han vivido y viven con nosotros.

Por otra razón que no podría explicar, dentro del conjunto de nuestros gatunos, también ha habido otros nombres colectivos para designar a algunos de ellos. Por ejemplo, cuando a la vecina se le ocurrió sacar a su gata para que pariera en la azotea, nosotros nos hicimos cargo de los tres gatitos que nacieron. Los recogimos cuando apenas tenían unas horas de nacidos y los alimentamos con un biberón de juguete –de esos que vendían en las farmacias con chicles de colores adentro– hasta que pudieron comer por sí mismos. Esos tres gatitos eran los Godijis. Finalmente nos quedamos con uno solo, el Godije, que vivió con nosotros unos cinco años.

Pero la historia gatuna de la familia no comenzó con los Godijis… Años antes, en 1993, recogimos en la calle a una gatita amarilla que tenía el rabo pelado. La llamamos Millicent, pero muy pronto el nombre se acortó a Milly. A veces también la llamábamos Milicentésima. Con Milly, la primera de nuestras gatunas, se hizo patente la forma en la que ellos se relacionan con nosotros. De carácter arisco, ella sólo adoptó a mi hermano, y lo adoptó por cerca de 14 años, y durmió con él todas las noches hasta que murió en sus brazos hace pocos años. Los gatos pueden ser caprichosos, pero cuando adoptan a alguien, lo adoptan hasta el final y exigen siempre su compañía.

Así como Milly adoptó a mi hermano, el Godije, un enorme gato blanco de orejas y cola amarillas, adoptó a mi hermana. Y entre los dos también se dio un vínculo del que sólo ellos podrían dar cuenta. A ese Godije casi lo vimos nacer. Cabía en la palma de la mano de una niña de 9 años –mi hermana, en ese entonces– y no había mucha diferencia entre él y un ratón. El Godo, Godínez y, hasta Godija (porque al principio creíamos que era hembra) también adoptó a mi mamá. En esos años vivía nuestra perra, Miñón, que acompañó mi vida desde los 6 años y hasta que cumplí 18 (como si hubiera elegido vivir en los años más jóvenes de mi vida para luego dejarme ir sola a lo que habría de suceder después… Yo no sé si he dejado de extrañarla algún día… Pero, bueno, ésta es una historia de gatos…). Y Miñón le hizo de mamá de los Godijis. Así fue como aprendimos que los gatunos también pueden llevarse bien con los perros, siempre y cuando convivan desde el inicio.

Cuando uno elige llevar una vida con felinos se arriesga a cualquier cantidad de sorpresas y emociones. Puede haber días en que los gatunos se pierdan de vista. Pero luego vuelven, como si nada. Milly solía dejarle trofeos a mi hermano en su cama: cabezas de tortolita y otros pájaros muertos. Jamás, en sus catorce años de vida, dejó que la bañáramos. Pero mi mamá y mi hermana bañaban al Godije en una palangana con agua calientita, sin maullido alguno.

La muerte del Godije fue algo insoportable, porque fue intranquila y escandalosa. Cerramos el ciclo con ese gatuno al que vimos nacer, y tuvimos que dejarlo ir cuando llegó el tiempo. Aunque en momentos como ése uno jura que jamás volverá a tener otro gatuno, que no habrá de someterse al dolor de una pérdida más, lo volvimos a hacer.

En el 2002 nacieron el Tigre y su hermana Gati, dos gatunos que recogimos en un estacionamiento, cuando tenían unas semanas de nacidos. El Tigresiño parecía cepillito, con los pelos tiesos; la Gatushki se convirtió en la hija pródiga de la familia cuando se salió a la calle y desapareció por unos meses, hasta que la encontré parada en una esquina, como a la espera de algo. Estos hermanos no escaparon a las truculencias del nombrar de mi familia. Así como sucedió antes, el Tigriño me adoptó a mí, hasta que a los 24 años decidí salirme de la casa. El Tecolotiño se quedó sentado dos días en mi habitación vacía, hasta que se dio cuenta de que ya no volvería más. (Dicen que no me ha perdonado. Pero yo sé que sí.) Entonces adoptó a mi papá, y ese Gordiño, todos los días, se sienta sobre la mesa del comedor, a la derecha del plato de mi papá, en desfachatez absoluta, hasta que mi papá acaba de comer. Por supuesto, nadie se atreve a moverlo de ahí; y nadie podría, de todos modos.

El Tigre es un gatuno vigilante, que supo ubicar los puntos estratégicos, en la azotea de la casa, desde los que puede echar un ojo a todo lo que pasa. Cuando yo llego, siempre responde a mi llamado: “Tigre, ¡ven!, Tigre, ¡ven!”. Y aparece. Ahora es un viejo sabio y robusto, pero de algún modo yo sigo viendo en él al pequeño cepillo con pelos de ese color gris que tiende a verde.
Tras la muerte del Godije, mi hermana no pudo consolarse. Recogió a Cosmín, un gatuno siamés de ojos azules, que también se salió una noche a la calle y no pudimos volver a encontrar. En 2004, mi hermana se encontró a Canica adentro del motor de un coche en el estacionamiento de la Facultad de Filosofía y Letras. A Canuqui el nombre le quedó que ni pintado: es una gatuna de color gris aperlado, con la cabeza esférica como una pelota y con dos ojos redondos como canicas amarillas. Además, nunca creció demasiado, así que se quedó con un cuerpo pequeño que la hace parecer enanita. Es, por mucho, la más diva de todos los gatunos que han vivido con nosotros. No aceptó la llegada de uno más y para esta Canoqui fue fácil adoptar a todos los humanos. Un día, a Caniche le pasó algo muy raro: perdió el equilibrio y se cayó en la azotea del vecino. Cuando mi hermana fue a recogerla se dio cuenta de que una pata de atrás le colgaba. Canica aguantó la cirugía y una buena prótesis que pesaba más que ella misma y que tenía agarrada de la pata con tres clavos quirúrgicos. Se recuperó perfectamente y, cuando mi hermana recogió a Tocineta en la calle y la llevó a vivir a la casa, Canica no tuvo reparo en defender su hegemonía hasta que tuvimos que regalar a Tocino, y optar por colgarle a la Crazy-canuck un cascabel del cuello.

Finalmente, yo adopté a Nina y a Ella en 2007, cuando nacieron en otro estacionamiento de la ciudad. A estas “damitas del jazz” también les asignamos un nombre colectivo: las Moninas. Dependiendo de cuál se trate y de si han decidido pasar el día revolcándose en su arenero, pueden ser Monina y Monella, Cochinina y Cochinella. Como no las dejé dormir conmigo, aprendieron a abrir la puerta, colgándose de la manija, en franco reclamo de compañía. Eso es lo que distingue a nuestros gatunos: no pueden estar solos, y cada uno, con maullido propio, lo demanda.
Las Moninas ahora viven en la casa grande, con el Tigriño, Gati y Canica. Y yo volví a la casa también, después de tanto tiempo. Aunque ese Don Pelotiño, patriarca gatuno de estos últimos años, puede mediar entre tantos felinos (y humanos), lo cierto es que Gatushki y Caniche no soportan a la Moninas. Las nuevas residentes aún no logran hacerse de un lugar en la casa. Pero, es sólo una cuestión de tiempo.

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