lunes, 26 de abril de 2010

La Ciudad de los Gatos


Agustín Cadena

(Foto de Victoria Luminita Vleja)

(Primer capítulo de la novela para niños La guerra de los gatos, publicada por Editorial Progreso)


Hace muchos años, la capital de México era conocida en el mundo como La Ciudad de los Palacios. Se extendía, limpia, entre campos de flores y cerros aún salvajes poblados de fieras. Por todas partes la cruzaban canales y corrientes de agua, los cuales contribuían a mantener el verdor de las alamedas y los jardines. Pero lo más espectacular de ella —y lo que le había valido el mote que ostentaba con tanto orgullo— era su manera de aparecérsele por sorpresa al caminante, en una vuelta del camino, detrás de una peña, a través de algún bosquecillo. No importaba cómo llegara: a pie, a caballo, en coche... Uno venía cuidándose de los bandidos que a veces acechaban a los viajeros y, de repente, ahí estaba ella. La capital de México nos salía al paso bajo un cielo de seda azul, recortada contra dos volcanes cubiertos de nieve color de rosa. Todo el valle se dominaba de un golpe de vista: un cuenco de verdor desde cuyo fondo se levantaban las mil agujas de la Ciudad de los Palacios. Reverberaban al sol, como aéreos palomares de cristal, las torres de las iglesias, los balcones de los palacios virreinales, con sus fachadas barrocas y sus amplias azoteas ajedrezadas; las cúpulas de los conventos, como huevos de oro que derramaran al aire, junto con el olor de su propia sustancia, todos los aromas de la gastronomía monjil: el pan recién horneado y el claro rompope, la canela y el corazón mestizo del chocolate. Entre todos estos edificios, el más alto, el que más destacaba, era el castillo de Chapultepec, cuyas terrazas brillaban desde lejos entre las grises murallas y por encima de la envolvente vegetación.

A medida que descendía de su puesto de observación y se internaba en los barrios periféricos, el caminante iba percibiendo nuevos detalles, matices inesperadas. Llamaba su atención el incesante rumor de la metrópolis, que superaba en volumen y variedad al de cualquier ciudad de las provincias. Había pregoneros y tlacuaches que recorrían las calles ofreciendo hierbas curativas y enamoradoras, instrumentos de herrería, ropa usada, petates y sombreros, pieles de tigrillos y de zorros... algunos traían animales domésticos, especialmente cerdos, cabras y guajolotes, que no dejaban de contribuir al ruido de la ciudad. Aparte estaban los numerosos vehículos, la gente que todavía andaba a caballo, los militares que sólo al moverse provocaban el alarde metálico de sus armas. Las campanas de las iglesias y las cornetas de los cuarteles sonaban también de continuo, angustiando a algún perro viejo o bajado del cerro, que no lograba hacerse a la vida moderna y respondía con más ruido.

Sin embargo, el rasgo más peculiar de la Ciudad de los Palacios —y el que más tardaba en descubrir el visitante inadvertido— era que estaba llena de gatos. En todos los rincones de todos los barrios, desde las lomas de Tacubaya hasta los canales de la Merced, desde los bosques de Churubusco hasta la garita de Peralvillo, más numerosos que los caballos o las palomas eran los gatos. Había gatos de todas las edades, sexos y condiciones sociales; gatos negros, blancos, amarillos, pardos, moriscos, atigrados, blancos con negro y negros con blanco, falderos y parias, ladrones y burladores de perros, gatos aventureros con la cara trazada de cicatrices, gatos buenos que hacían llevadera la soledad de las viudas, gatos tamemes, pepenadores, bodegueros, gatos indios de bigotes alicaídos, gordos gatos de barbacoyero, veladores honrados que engordaban sólo con ratones, rudos gatos de cuartel, gatos adormilados de pulquería, mininos trovadores que por las noches maullaban a la luna...

El visitante primerizo quizás no advertía esta peculiaridad de la ciudad, pues normalmente llegaba de día, cuando los mininos se encontraban tomando su cuarta o quinta siesta, pero apenas cantaba el gallo el despertar de la noche, se relevaba la guardia en el Palacio Nacional y los serenos asomaban con su linterna al fondo de las calles, la Ciudad de los Palacios se convertía en la Ciudad de los Gatos.

4 comentarios:

  1. Curiosa esta sensación de recorrer, mientras se lee, el paisaje defeño que el narrador describe: como si éste abriese una ventana, cerrada por mucho tiempo, para mirar la ciudad con nuevos ojos: los nuestros. Creo que no volveré a pasar por el DF sin pensar en esta otra ciudad, la de los gatos.

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  2. Gracias, Judith. Me emociona lo que dices. Un efecto así en el lector es lo que todos los autores deseamos.

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  3. Me encantó, Agustín. Me parece que te voy a robar algunos términos para mi novela. se creeria estar ante una de esas crónicas de la Conquista, a lo Bernal Díaz del Castillo. Aquí los que acechan a los "barbados" son los gatos. Soy tan ditraìda que se me pasó este relato. Perdón

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  4. Gracias, Paulina. Te mando un abrazo.

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