jueves, 15 de abril de 2010

Un domingo distinto


Paulina Movsichoff

(Foto: María Del Sol Colombres)


Aquello sucedió en México, adonde, como a tantos otros, la marea del exilio nos llevó. Ese domingo Camila me pidió algo diferente. Esta vez no quería que fuéramos al Parque Hundido, como acostumbrábamos los domingos y que me resultaba cómodo por encontrarse tan cerca de nuestra casa. Así es que decidí salir en mi Volkswagen. Eduardo, mi marido, se ofreció a acompañarnos. Siempre era él quien proponía nuestras excursiones y ese día nos sugirió ir a Chapultepec. Yo ya conocía el Museo de Antropología, paseo obligado de cualquier extranjero, y más aún si se vive en el país. Pero nunca había ido a los lagos ni subido hasta el cerro, donde se alzaba el castillo. Llegamos temprano, por lo que no tuve problemas en dejar mi auto en la playa de estacionamiento. Caminamos alrededor del lago y luego visitamos el salón de los espejos. Camila se reía al ver reflejadas sus distintas figuras, a veces gorda y pequeña, otras delgada y alta, como si de pronto hubiese sido Alicia luego de tomar el jarabe. Estábamos cerca del mediodía y por lo tanto empezábamos a sentir cansancio y hambre. Nos sentamos en un banco, a la sombra de un ahuehuete y Eduardo compró a Camila uno de esos algodones de azúcar que a ella tanto le gustaban y que a mí me parecían un puro empalago. Los ojos se me cerraban y, para no quedarme dormida allí mismo, les dije que iba a caminar otro poco. "Ahorita vuelvo", le prometí a Camila. Luego de andar unos pocos pasos me topé con un arco de rosas. El camino empedrado que se divisaba más allá despertó mi curiosidad y no vacilé en tomar por ese rumbo. Había sido una mañana espléndida. Aún no estábamos en la temporada de las lluvias, así que no dudábamos que el sol radiante y el cielo bastante despejado por el smog que habitualmente sufríamos en esa megalópolis, nos acompañaría durante todo el paseo. Pero apenas atravesé el arco de flores se nubló de golpe y unas nubes espesas fueron el preanuncio de las gotas que a continuación comenzaron a caer. Un maullido llamó mi atención. Allí, sentada en una piedra, la cabeza erguida, un gato me miraba. En su pelaje blanco como la nieve, resaltaban unas manchas negras. Agradecí que Camila no estuviera. Hacía tiempo que me pedía un gatito con insistencia, ante mi absoluta negativa. No quería esclavizarme, depender de alguien que lo cuidase cuando nos fuéramos de viaje.

El gatito vino a mí y se restregó entre mis piernas. Lo tomé en mis brazos y comprobé que era una gata. Lo apreté contra mi pecho, desorientada. Se me ocurrió que se habría perdido. De pronto vi la carroza. Era dorada, exacta a la que el hada le proporcionó a Cenicienta luego de tocar con su varita la calabaza y los ratones. Venía en mi dirección, conducida por un cochero muy serio, vestido de librea oscura. Cuando estuvo casi junto a mí, la cabeza salió de la ventanilla y le ordenó detenerse. Era la de una mujer joven de pelo oscuro y bucles cayéndole sobre los hombros. "¡Artemisa!" exclamó con alivio. "¿Dónde te habías metido?" Abrió la portezuela y estiró su manos enjoyadas en ademán de espera. Yo le entregué a Artemisa y ella se corrió para hacerme lugar. "Sube", dijo con voz perentoria, "te vas a mojar" y ordenó al cochero que se apresurara. "Los invitados esperan", me dijo. No quiero llegar tarde. "Mi marido es muy puntilloso con los horarios". “Qué tonta, no me he presentado, dijo luego. "Yo soy Carlota, reina de los mexicanos" y, con tono intrigada preguntó: "¿Y tú, quién eres". "Andrea Korzakova", contesté. "Qué bueno", dijo ella. Tenemos parecidos orígenes. Rusia queda cerca de Habsburgo". Me pareció inútil contradecirla diciéndole que era argentina. Vaya a saber si se acordaba de aquel país perdido en los confines del mundo. Yo observaba su cutis blanco apenas retocado por polvos de arroz, sus ojos atravesados por ráfagas de un anhelo melancólico. Me comentó que le gustaba México y que tiempo atrás visitó las ruinas de Yucatán. Le conté que iríamos para las vacaciones. El vestido de raso verde resaltaba sus senos de una blancura mórbida. Al hablar se agitaban sus aretes de plata, parecidos a los que usaban las mujeres del pueblo. Artemisa no se movía de sus rodillas. De repente se irguió y comenzó a pasarle la lengua por el escote. Carlota sonreía, complacida. Nos detuvimos ante una escalinata de mármol y balaústres de latón revestido de oro. Una alfombra roja llevaba a ese ámbito que no tuve dificultad en identificar como el castillo de Maximiliano. Apenas nos apeamos del carruaje, se le acercó una mujer de rasgos aindiados y sarape gris. “Llévala a que se cambie. La comida es informal, pero a Maximiliano no le gustará verla con ese atuendo tan estrafalario". Así es que, cuando me miré al espejo, me costó reconocerme en aquella mujer ataviada con el vestido de organza rosa pálido y gargantilla de ámbar, en esa silueta que parecía sacada de uno de los cuadros que adornaban el vestíbulo, con el pelo recogido y los mechones que caían sobre unas mejillas cuidadosamente maquilladas. Caminé por una galería de pilastras también de mármol, escoltada por quien nos recibió. En la larga mesa ya esperaban los invitados y la reina señaló la silla que estaba junto a ella: "Siéntate aquí", me indicó. Luego, dirigiéndose a Maximiliano, que desde la cabecera presidía el convite, le dijo: "Ella es la marquesa Korsakova", de Rusia. Maximiliano inclinó levemente la cabeza y en sus labios se dibujó una sonrisa triste. "No están bien las cosas”, me contó Carlota. Los enemigos acechan y Maximiliano hace dos noches que no pega un ojo.” Lo miró con ternura y luego se volvió hacia mí para peguntarme “¿No es divino?". Yo contemplé esos ojos color aguamarina, la expresión soñadora y distante de su rostro y le dije que sí, que me parecía muy guapo. Un olor a flores mustias me provocó algo de mareo y agité el abanico que llevaba en mi mano. Era de sándalo y, al desplegarlo pude contemplar una escena de caza. Poco después de los postres me excusé con Carlota. "Tengo que irme", le dije. "Me están esperando". "Fue un gusto conocerte", me contestó ella.. De repente, en un gesto inesperado, alargó sus brazos y me dio a Artemisa. "Tenla". dijo con voz de ruego. "Temo por ella. Cuídamela mucho". La recibí sin pensar en nada. Aquella voz y toda esa situación tan extraña me habían hechizado. De pronto me vi cargando a Artemisa por la avenida de ahuehuetes. Me di cuenta de que ahora vestía mis jeans gastados y mi blusa hindú. Al pasar el arco, divisé a Eduardo y Camila, "Tardaste mucho", reprochó él, fastidiado. "Camila se muere de hambre". Ella, Camila, fue la primera en fijar sus ojos en la gata, que la miró con sus ojos dorados. Parecían expresar una tristeza indefinible. "Mami, qué lindo gatito" dijo con alborozo. Me la pidió y, una vez que la tuvo consigo, la acarició entusiasmada. "Es gata", dije yo. "Se llama Artemisa. Ahora es tuya". Camila no exigió más explicaciones. Con la gatita en brazos, comenzó a saltar.

7 comentarios:

  1. Gracias Anónimo por tu comentario. Saludos. Paulina

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  2. Paulina, que lindo el relato! Pulguita (artemisa) ahora es famosa!
    jaja

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  3. Claro que sí, así son los gatos de mágicos. Gracias Pau por tan linda historia.

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  4. oh! Paulina, celebro este espacio, me encantará leerte, un abrazo.

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  5. ¡Que maravilloso viaje a través de un felino que nos hace viajar al pasado!.
    La historia de los reyes de Maximiliano y Carlota .
    Interesante de que sea una gata el agente conector a este viaje en el tiempo.
    sí me gusta felicitaciones un beso y exito de tu amiga Ivonne Petrovich

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  6. absolutamente màgico, es bellìsimo y evocador...lo adoro.

    un beso de la gata roja

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