miércoles, 13 de septiembre de 2017

Santa

Christian Negrete
(Ilustración del autor)

La vio comerse a su propio hijo. Observó cómo la madre tenía los ojos en blanco mientras devoraba la cabeza del recién nacido. Atemorizado cerró los ojos mientras el sonido del diminuto cráneo masticado por los dientes cubiertos de sangre taladraba sus oídos. Intentó arrebatarle el cuerpo inerte pero una sola mirada bastó para que desistiera.

Desde aquel día, le nació un odio hacia Santa, un odio alimentado por las imágenes que no lograba olvidar, no comprendía lo que había visto esa noche, sus ocho años de vida eran insuficientes para entender ese acto que consideró injustificable.
Santa se paseaba lentamente por el departamento como si no hubiera ocurrido nada, sus movimientos silenciosos exasperaban al niño que desde su recámara, pensaba en las mil formas posibles de hacerle pagar por lo que hizo.
Dos días fueron suficientes para elegir la mejor forma. Esperó paciente a que se durmiera, se acercó sigiloso para tomarla del cuello y la llevó a la azotea del edificio en el que vivía. Simplemente la arrojó al vacío, pensó que seis pisos serían suficientes para terminar con su vida, pero no fue así, en el aire se dio vuelta y cayó parada, giró la cabeza hacia arriba y se fue caminando.
Al día siguiente consiguió una jeringa y buscó durante horas alguna sustancia letal que pudiera inyectarle, lo único que localizó cercano a sus propósitos, fue un bote de “clarasol” con una calavera estampada y la palabra “peligro”. Llenó del agresivo líquido la jeringa y durante tres días consecutivos la inyectó. Nada. Después, utilizando un embudo le vació media botella en el estómago. Tampoco, sólo vomitó durante una semana y comenzó a caminar con un poco de dificultad, pero nada más.
Fue entonces cuando decidió encerrarse con ella en la bodega del edifico, un espacio reducido y vacío que le impediría huir. Tomó el encendedor, provocó la llama y roció el aerosol. Un flamazo constante iluminó el lugar, ella estaba en una esquina con los pelos erizados mirándolo fijamente a los ojos, respiraba agitada, pero no emitía ningún sonido, ninguno. Dirigió la llama directo a la cara, ella trataba de alejarse dando brincos de un lado a otro, pero él la seguía sin dejar de apuntar a su cuerpo; el olor a azufre, a “cuerno quemado” como se le conoce, le hacía pensar que estaba en el camino correcto. Había que castigarla primero para después terminar con su vida, así como ella había acabado con la de su hijito. Pero el contenido de la lata se terminó, dejando al animal a media bodega envuelto en un humo denso, negro y gris, las orejas encendidas como carbones, sus ojos bien abiertos no denotaban dolor, tampoco odio, tal vez alivio.
No apareció los siguientes días, alguien en el desayuno preguntó por ella. El niño dijo que no la había visto, pero que estaba contento de que no volviera porque se había comido a su propio hijo. Su madre le explicó que las gatas hacen eso cuando alguno de sus gatitos nace muerto o enfermo —es por naturaleza que se los comen, no por maldad—. Él respondió que eso no era natural, que mejor sería que estuviera atropellada en alguna calle cercana.
Pero el atropellado fue el niño. Un golpe seco lo hizo volar unos metros mientras su ropa y zapatos salían despedidos de su cuerpo contraído como mecanismo de defensa. “Algo” se atravesó por el boulevard y la conductora de una camioneta negra giró bruscamente el volante llevándose al niño que esperaba cruzar la calle.
Ahora no puede mover sus extremidades, tampoco puede hablar, tiene la columna rota en tres partes; tienen que alimentarlo a través de un tubito, lo que sí puede hacer es respirar y mover los ojos; es a través de esas pupilas quietas que todos los días observa cómo Santa entra a su recámara, pues sus padres piensan que es una buena compañía ahora que se encuentra recuperada; la gata se sube en las piernas del niño con una perturbadora gracia y lo mira durante horas mientras pasa sus garras por su cuerpo lanzándole a la cara, siempre sutilmente, la dotación de pelo que entra por su nariz y por su boca, que poco a poco forma en sus pulmones y en su estómago, pequeños pastizales blancos y grises que duelen, que pican, que queman por dentro.
Cada día es un día menos para él, la felicidad es toda de ella, que parece que lo cuida por las noches como cuidaría a su propio hijo.



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