miércoles, 27 de septiembre de 2017

Vivis



Elvira Hernández Carballido

(Ilustración proporcionada por la autora)



Siempre que sus manos recorren a Gato-Vaca-cola de pez, ella llora al evocar.
Recuerda su cumpleaños número ocho y que su tío Adán llegó con una bolita de pelos, revoltura de colores, latidos acelerados. Una gatita que, por un lado, tenía pincelazos de tono café, por el otro negro. Un revoltijo de nieve y miel justo en el lomo.Un lunar gris en la frente, un ojo amarillo y el otro con brillo de sol. Ráfagas de bigotes, patitas de nube. Le puso Vivis.
De inmediato se volvieron inseparables. Ella y su gatita se contoneaban graciosas por el pasillo de la casa. Papá les silbaba y ellas se movían coquetas. Brincaban juntas la cuerda. Jugaban a las escondidillas. Suspiraban al mismo tiempo por el galán del comercial, mientras miraban televisión. Cómplices de travesuras, desesperaban a mamá. Se solapaban y se protegían, se querían tanto. El ronroneo de Vivis la arrullaba cada noche. Tío Adán, siempre cómplice, juraba que se la había regalado porque era una minina llena de magia.
Pero ese vecino, grosero y feo, no creía en el encanto gatuno. Le lanzaba piedras a Vivis cuando la gata hacía equilibrio en aquella barda, pequeña frontera entre su casa y la de don enojón. Vivis lo ignoraba con soberbia. Lo que aumentaba la rabia de ese mal hombre.
El tiempo transcurría y el garbo de Vivis aumentaba. Los gatos del barrio, enloquecían por ella. La visita de tantos galanes provocó más la maldad de ese vecino. Les gritaba e insultaba para ahuyentarlos. En casa, gente de bien, preferían ignorarlo.
Luego el milagro de la vida, Vivis se hizo mamá, dio a luz cinco gatitos. Sus maullidos enloquecieron a ese señor. Les ibaa tocar el timbre a cada rato. Los callan o los callo, amenazaba. Mamá decidió regarlos para evitar problemas. Pero Vivis no se resignó. Aullaba todas las noches, sus lamentos provocaban infinitos pleitos vecinales.
Un día, el silencio gatuno los hizo presentir algo fatal. Tío Adán, mamá y papá buscaron. Ella nunca olvida su propia voz infantil que murmuraba desesperada: Vivis, Vivis, ¿dónde estás? Y en el patio, el hallazgo. Ahí estaba la gatita, arrinconada, muy cerquita de esa frontera donde se volvía equilibrista. Su pelaje sin brillo, temblaba como una rama zarandeada por un viento iracundo. Un débil maullido salió de su alma gatuna. Fue su adiós. El abrazo de tío Adán no alcanzó para consolar a esa niña de 8 años que un día ella fue. Nunca se sintió más frágil, más sola, más triste.
Papá trajo una cobijita, cubrió con respeto el cuerpecito peludo. Mamá estaba hecha una furia, maldijo mil veces al vecino, segura de que él había envenenado a su amada gatita. Maldecía, pero a la vez juraba que jamás, que nunca de los nunca volverían a tener una mascota. El luto eterno. Ese velorio especial. La caja de zapatos mal tapada dejaba ver una patita de nube.
Y justo en ese momento las patitas papel maché de Gato-Vaca cola de pez, la regresan a su realidad. Esas patitas la ayudan a palparse como una señora madura que sigue llorando como una niña.  Ella, que entre lágrimas, polvo y plumero sacude y limpia a Gato-Vaca cola de pez, ese invento que su hijo pequeño le trajo del jardín de niños para no traicionar a la abuela, para no olvidar a la Vivis.
Gato-Vaca cola de pez, la única mascota que se volvió a aceptar en la familia. Pedacito de cartón tallado con tanto amor infantil, el mismo amor infantil que ella sintió por la única gatita que tuvo en su vida.

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