Elvira Hernández
Carballido
(Ilustración proporcionada por la autora)
Siempre que sus manos
recorren a Gato-Vaca-cola de pez, ella llora al evocar.
Recuerda
su cumpleaños número ocho y que su tío Adán llegó con una bolita de pelos,
revoltura de colores, latidos acelerados. Una gatita que, por un lado, tenía
pincelazos de tono café, por el otro negro. Un revoltijo de nieve y miel justo
en el lomo.Un lunar gris en la frente, un ojo amarillo y el otro con brillo de
sol. Ráfagas de bigotes, patitas de nube. Le puso Vivis.
De
inmediato se volvieron inseparables. Ella y su gatita se contoneaban graciosas por
el pasillo de la casa. Papá les silbaba y ellas se movían coquetas. Brincaban
juntas la cuerda. Jugaban a las escondidillas. Suspiraban al mismo tiempo por
el galán del comercial, mientras miraban televisión. Cómplices de travesuras,
desesperaban a mamá. Se solapaban y se protegían, se querían tanto. El ronroneo
de Vivis la arrullaba cada noche. Tío Adán, siempre cómplice, juraba que se la
había regalado porque era una minina llena de magia.
Pero
ese vecino, grosero y feo, no creía en el encanto gatuno. Le lanzaba piedras a Vivis
cuando la gata hacía equilibrio en aquella barda, pequeña frontera entre su
casa y la de don enojón. Vivis lo ignoraba con soberbia. Lo que aumentaba la
rabia de ese mal hombre.
El
tiempo transcurría y el garbo de Vivis aumentaba. Los gatos del barrio,
enloquecían por ella. La visita de tantos galanes provocó más la maldad de ese
vecino. Les gritaba e insultaba para ahuyentarlos. En casa, gente de bien, preferían
ignorarlo.
Luego
el milagro de la vida, Vivis se hizo mamá, dio a luz cinco gatitos. Sus
maullidos enloquecieron a ese señor. Les ibaa tocar el timbre a cada rato. Los
callan o los callo, amenazaba. Mamá decidió regarlos para evitar problemas. Pero
Vivis no se resignó. Aullaba todas las noches, sus lamentos provocaban
infinitos pleitos vecinales.
Un día,
el silencio gatuno los hizo presentir algo fatal. Tío Adán, mamá y papá
buscaron. Ella nunca olvida su propia voz infantil que murmuraba desesperada: Vivis,
Vivis, ¿dónde estás? Y en el patio, el hallazgo. Ahí estaba la gatita,
arrinconada, muy cerquita de esa frontera donde se volvía equilibrista. Su
pelaje sin brillo, temblaba como una rama zarandeada por un viento iracundo. Un
débil maullido salió de su alma gatuna. Fue su adiós. El abrazo de tío Adán no
alcanzó para consolar a esa niña de 8 años que un día ella fue. Nunca se sintió
más frágil, más sola, más triste.
Papá
trajo una cobijita, cubrió con respeto el cuerpecito peludo. Mamá estaba hecha
una furia, maldijo mil veces al vecino, segura de que él había envenenado a su
amada gatita. Maldecía, pero a la vez juraba que jamás, que nunca de los nunca volverían
a tener una mascota. El luto eterno. Ese velorio especial. La caja de zapatos mal
tapada dejaba ver una patita de nube.
Y justo
en ese momento las patitas papel maché de Gato-Vaca cola de pez, la regresan a
su realidad. Esas patitas la ayudan a palparse como una señora madura que sigue
llorando como una niña. Ella, que entre
lágrimas, polvo y plumero sacude y limpia a Gato-Vaca cola de pez, ese invento
que su hijo pequeño le trajo del jardín de niños para no traicionar a la
abuela, para no olvidar a la Vivis.
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