jueves, 5 de octubre de 2017

Miaustafá


Jovita Zaragoza Cisneros
 (Ilustración proporcionada por la autora)



Cuando yo nací él ya estaba allí con su siempre bien cuidada máquina de coser y un fascinante gato de color café jaspeado, cuerpo  rechoncho y ojos de distinto color uno de otro. Su gato se llamaba  Mustafá. Y él era “Oiga, señor  Sastre”. Pero poco  se  sabía de la historia de aquel hombre  que llegara  a vivir a mi pueblo días después de que un tifón agitó las aguas del río y esta rompió diques, retomando el camino que le pertenecía y de paso abriendo otros, como para dejar claro que esos eran dominios suyos y que nada se debía interponer en su encuentro ya establecido desde hace siglos  con el mar.
Alrededor de  aquel hombre maduro,  (de  más de 40 años de edad), callado, discreto, buenos modales, cuerpo delgado y músculos bien delineados, piel  apiñonada  y unos ojos color cafés claros con  mirada de  infinita melancolía,  la gente había tejido  las historias que quiso y se les dio la gana. Que no, que perdió su casa, esposa y un hijo cuando lo del tifón y se vino a vivir aquí… Que no, que vino de la capital, donde era un empresario pujante, pero algo le pasó o hizo que tuvo que  esconderse… Que no, que es joto y por eso no se le ha conocido una novia y nunca se casó ... Que no, que hasta tiene pacto con el diablo, por eso siempre anda acompañado por ese gato llamado Mustafá, que en el día es café y en las noches de luna llena  cambia a negro y en vez de maullar, gruñe y aúlla como lobo... que esto que lo otro, repetía la gente, como las cuijes que nomás andan en los techos chismeando y luego no les para la boca.
Vivía en la última casa de calle arriba de la mía. Remendaba  toda clase de ropa que  le llevaban. No cobraba mucho por su excelente y dedicado trabajo y tenía  un huerto de  especies para consumo personal. La niña que era yo, apenas de 11 años, estaba subyugada por aquel sastre. Los demás niños le decían “niño viejo”. Para mi era el sastre remendón que no se molestaba  cuando yo jugaba con  su gato nombrándolo  “Miaustafá” y a él le decía “don sastre remendón”.  
Yo sabía que le caía bien. Me lo decía su sonrisa dulce y su mirada atenta, amable, cálida. Y me  lo decía “Miaustafá”  que no se dejaba acariciar por nadie  que no fuera su amo o yo. Mustafá  solía ponerse a la entrada de la casa y maullar fuerte,  avisando a su amo que alguien llegaba. Luego se subía a un viejo mueble que estaba al lado de la máquina de coser  y, desde allí, no perdía de vista a toda persona que entraba a encargar trabajo a su dueño.
Conmigo era diferente. Al verme  ronroneaba acercándose lentamente y, con su cola, me acariciaba la cara, mientras mi mano se deslizaba por su lomo. Insistía en darme  una de sus patas delanteras, a manera de saludo. No se quitaba hasta que yo le decía: “Hola Miaustafá”. Ni los regaños de mi madre ni de mi padre que me prohibían acercarme a su casa porque “eres una niña grande y corres peligro al  acercarte a un hombre que vive solo y que nadie sabe quién es, de dónde viene y  que mañas tenga, y no te queremos  ver por allá sola”, lograron disuadirme. Busqué mis atajos para llegar por otra de las calles a su casa, tomar agua de limón con chía, o de fresco hinojo o  yerbabuena con mucho hielo y que me ayudara a hacer mis tareas y a contarme historias. Como esa sobre el nombre de Mustafá.    
Más de una vez  sorprendí a Matías, así se llamaba, mirándome. Como si a través de mí rostro  el viajara por un mar de dulces recuerdos. “Miaustafá“, mimetizado ya con su amo, me miraba igual. Aunque más de una vez me pregunté si no había sido al revés y fue mi amado sastre el que  se contagió de la mirada de “Miaustafá” quien me escoltaba hasta mi casa,  subiéndose por bardas,  tejados de las otras  casas o brincando a los troncos, entre matorrales. Una vez que se cercioraba que yo entraba a casa, él  se desaparecía.      
Cumplí 14 años. Mi cuerpo empezó a  pagar el tributo de mi arribo a la  adolescencia: incipientes volcanes en el pecho y  lava roja recorriendo  mi pubis y  todo mi cuerpo. Las miradas de los jóvenes púberes, granujientos e insípidos,  me molestaban. Las de los viejos del pueblo, me cohibían y avergonzaban. Solamente la de aquel sastre remendón  me  llenaba el alma, despertando en mí ansias de acostarme adolescente  y amanecer  ya una mujer rotunda, desafiante, apetecible ante sus ojos que no cambiaban su mirada de  indescifrable ternura. Ya no tenía duda: yo lo amaba. Lo amaba con la fuerza, vigor, coraje, desafío, sueños, determinación  que estaba más allá de  mi edad. Y sabía que él también me amaba.
Mis padres se alertaron  e inquietaron más  cuando vieron que cumplí 17 años y no  iba yo a fiestas con las jóvenes de mi edad y me negaba también a irme  estudiar la preparatoria en el puerto, situado a casi tres horas de nuestro pueblo. Algo andaba mal en su muchacha rebelde, voluntariosa  les escuché decir. Y  redoblaron vigilancia.
 No. No fue  suficiente.

Una madrugada, cuando nunca está más oscuro que cuando va a amanecer y el sueño  es más profundo, escuché  un dulce maullido. Era Mustafá. Sus ojos me miraban de una forma que interpreté de inmediato.  No vacilé, salí de casa y fui. Matías me esperaba.  No hablamos. No hacía falta. Mustafá, sigiloso, como sabiendo lo que vendría, desapareció de nuestra vista. Rugió el mar, estallaron las luces de los cocuyos solo para iluminar  momento tan sublime. El suave aire de la madrugada silbó sutil  melodía. Fui sirena de dulce agua. De aguas embravecidas también. Fui gata que rugió dolida de placer. Fui mujer. Decidida a vivir  junto a Matías  y dispuesta a ir tras el llamado de aquel amor que, sentí, venía de los tiempos y, por alguna razón,  se había interrumpido y  ahora volvía a  mí, trayendo  lo que me pertenecía. Nos entregamos una y otra vez. Potranca sin brida convertida en yegua  salvaje; caballo explorador de mis caminos,  convertido en potro, nos amamos una y otra vez.
Ambos huimos hacia el puerto antes de que amaneciera. Matías tenía unos ahorros, suficientes para comprar una modesta casita frente al mar. Escribí una carta a mis padres que Matías hizo enviar desde otra ciudad, para no delatar nuestra ubicación. Nunca nunca hubo un ápice de arrepentimiento en mí. Ni en Matías. Más de una vez nos confundieron con hija y padre. Reíamos, burlándonos, cómplices amantes de días y noches infinitas. Siempre  cuidándonos, sabio, fiel, celoso guardián  y mudo testigo, Mustafá  a nuestro lado.
Yo no necesitaba más para vivir. Ayudarle a Matías en su trabajo. Mantener la casa como nos gustaba a ambos, contemplar la puesta del sol , salir por las noches a comer helados, tomar la fresca agua de los cocos , beber un tinto, tejer sueños frente al mar para ahuyentar las  melancolías que hacían a veces escurrir  lágrimas  a Matías.  
Una de las versiones que la gente decía sobre su vida  era verdad. Veinte años  atrás  el tifón se había llevado su casa, a su mujer y dos hijos pequeños. A Mustafá lo había encontrado entre el lodo, en una orilla, maullando  lastimero, solo. Pequeño y desnutrido,  apenas  días de nacido, lo acogió  y cuidó con esmero.  Ambos habían perdido a sus familias. Ambos maullaban su dolor en las noches que la luna iluminaba sus soledades y su  orfandad.                  
Un día, así nomás, Mustafá amaneció muerto. Por las características de su cuerpo supimos que un alacrán le picó mientras dormía.  Viejo y sin la agilidad de los años, nada pudo hacer.  ¡Dios, cómo lloró mi amado Matías! ¡Cómo lloré yo con su llanto! ¡Cómo sentimos , al paso de los días,  la ausencia de nuestro adorado Mustafá!.  
Entendí el gesto de amor de Matías al querer sepultarlo en el patio de la casa, en una pequeña cajita de rustica madera que él hizo. Y  meses después,   en otra cajita, guardó un poco de la tierra donde el cuerpo de Mustafá se había desintegrado. “Cuando yo muera, que esta caja de tierra me acompañe”, me dijo.  Pero tenía algo más para mí: un  pequeño joyero, artesanía propia de la región hecho de  de fina  madera, decorada con figuras de gran colorido. “Esta es para que siempre te proteja, cuando yo no esté. Tenla siempre junto a tu cama”.  No presté atención a su frase “cuando yo no esté”. Su ausencia no cabía en mí. La tomé estremecida y la abrí. Era  una de las patitas de Mustafá, la que siempre me daba para que jugara con ella. Estaba perfectamente conservada. No supe a qué hora, antes de que el cuerpo de Mustafá fuera carcomido por el tiempo, le cortó  y la  conservó intacta. Me la entregó con ese gesto que me ha acompañado toda la vida, el de su infinito amor.  Besé y pegué a mi pecho el  regalo. 
Pero no  pasaron ni seis meses para que supiera que lo dicho por Matías, ese día que me entregó  una parte de Mustafá, tenía sentido: Matías estaba enfermo de cáncer. No había nada qué hacer.
Murió una madrugada. Aguantando los dolores de la enfermedad.  Mientras estaba allí, recordé muchos gestos de Mustafá que relacioné a  su edad avanzada y tardíos celos. Pero después supe que los gatos tienen tal conexión con aquellos que los aman y ellos aman  que por eso  Mustafá sabía que Matías  estaba enfermo; por eso desde un tiempo antes de morir no se despegaba de las piernas de su amo.  Mañana, tarde y noche, lo seguía y amanecía del lado de su cama. Si estábamos en la hamaca, él saltaba hacia Matías, gimiendo de manera inusual.

EPILOGO.
Pasados los años y en  esta casa  que no he querido dejar,  Mustafá me cuida. Al lado de mi cama está el alhajero que me regalara nuestro amadísimo Matías.  Un par de veces  intentaron meterse a casa unos ladrones. Me ven sola, creen que lo estoy.  Escuché perfectamente los ruidos  de alguien  intentando forzar la puerta. También murmullos.  Y por sobre todos ellos el potente aullido de una sombra negra  resguardando  la puerta y que hizo huir despavoridos a quienes, desde mi ventana, vi correr para nunca más volver.  Sé que nadie se atreverá a intentar hacerme daño. Lo sé de cierto. Los gatos, no se si todos, pero por lo menos el amado Mustafá, era especial. Y sé bien que sabré cuando será la hora de mi partida, porque me avisará con el suave ronroneo que llegó mi momento. Y entenderé su mensaje.  Estaré lista.

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