Jovita Zaragoza Cisneros
(Ilustración proporcionada por la autora)
Cuando yo nací él ya estaba allí con su siempre bien
cuidada máquina de coser y un fascinante gato de color café jaspeado, cuerpo rechoncho y ojos de distinto color uno de otro.
Su gato se llamaba Mustafá. Y él era “Oiga,
señor Sastre”. Pero poco se
sabía de la historia de aquel hombre que llegara a vivir a mi pueblo días después de que un
tifón agitó las aguas del río y esta rompió diques, retomando el camino que le
pertenecía y de paso abriendo otros, como para dejar claro que esos eran
dominios suyos y que nada se debía interponer en su encuentro ya establecido
desde hace siglos con el mar.
Alrededor de aquel
hombre maduro, (de más de 40 años de edad), callado, discreto,
buenos modales, cuerpo delgado y músculos bien delineados, piel apiñonada y unos ojos color cafés claros con mirada de infinita melancolía, la gente había tejido las historias que quiso y se les dio la gana. Que
no, que perdió su casa, esposa y un hijo cuando lo del tifón y se vino a vivir
aquí… Que no, que vino de la capital, donde era un empresario pujante, pero
algo le pasó o hizo que tuvo que esconderse… Que no, que es joto y por eso no se
le ha conocido una novia y nunca se casó ... Que no, que hasta tiene pacto con
el diablo, por eso siempre anda acompañado por ese gato llamado Mustafá, que en
el día es café y en las noches de luna llena
cambia a negro y en vez de maullar, gruñe y aúlla como lobo... que esto que
lo otro, repetía la gente, como las cuijes que nomás andan en los techos
chismeando y luego no les para la boca.
Vivía en la última casa de calle arriba de la mía. Remendaba toda clase de ropa que le llevaban. No cobraba mucho por su excelente
y dedicado trabajo y tenía un huerto
de especies para consumo personal. La niña
que era yo, apenas de 11 años, estaba subyugada por aquel sastre. Los demás niños
le decían “niño viejo”. Para mi era el sastre remendón que no se molestaba cuando yo jugaba con su gato nombrándolo “Miaustafá” y a él le decía “don sastre
remendón”.
Yo sabía que le caía bien. Me lo decía su sonrisa
dulce y su mirada atenta, amable, cálida. Y me lo decía “Miaustafá” que no se dejaba acariciar por nadie que no fuera su amo o yo. Mustafá solía ponerse a la entrada de la casa y
maullar fuerte, avisando a su amo que
alguien llegaba. Luego se subía a un viejo mueble que estaba al lado de la máquina
de coser y, desde allí, no perdía de
vista a toda persona que entraba a encargar trabajo a su dueño.
Conmigo era diferente. Al verme ronroneaba acercándose lentamente y, con su
cola, me acariciaba la cara, mientras mi mano se deslizaba por su lomo. Insistía
en darme una de sus patas delanteras, a
manera de saludo. No se quitaba hasta que yo le decía: “Hola Miaustafá”. Ni los
regaños de mi madre ni de mi padre que me prohibían acercarme a su casa porque
“eres una niña grande y corres peligro al acercarte a un hombre que vive solo y que nadie
sabe quién es, de dónde viene y que
mañas tenga, y no te queremos ver por allá
sola”, lograron disuadirme. Busqué mis atajos para llegar por otra de las
calles a su casa, tomar agua de limón con chía, o de fresco hinojo o yerbabuena con mucho hielo y que me ayudara a
hacer mis tareas y a contarme historias. Como esa sobre el nombre de Mustafá.
Más de una vez
sorprendí a Matías, así se llamaba, mirándome. Como si a través de mí
rostro el viajara por un mar de dulces recuerdos.
“Miaustafá“, mimetizado ya con su amo, me miraba igual. Aunque más de una vez
me pregunté si no había sido al revés y fue mi amado sastre el que se contagió de la mirada de “Miaustafá” quien
me escoltaba hasta mi casa, subiéndose por
bardas, tejados de las otras casas o brincando a los troncos, entre
matorrales. Una vez que se cercioraba que yo entraba a casa, él se desaparecía.
Cumplí 14 años. Mi cuerpo empezó a pagar el tributo de mi arribo a la adolescencia: incipientes volcanes en el pecho y lava roja recorriendo mi pubis y
todo mi cuerpo. Las miradas de los jóvenes púberes, granujientos e
insípidos, me molestaban. Las de los
viejos del pueblo, me cohibían y avergonzaban. Solamente la de aquel sastre
remendón me llenaba el alma, despertando en mí ansias de
acostarme adolescente y amanecer ya una mujer rotunda, desafiante, apetecible
ante sus ojos que no cambiaban su mirada de indescifrable ternura. Ya no tenía duda: yo lo
amaba. Lo amaba con la fuerza, vigor, coraje, desafío, sueños, determinación que estaba más allá de mi edad. Y sabía que él también me amaba.
Mis padres se alertaron e inquietaron más cuando vieron que cumplí 17 años y no iba yo a fiestas con las jóvenes de mi edad y
me negaba también a irme estudiar la
preparatoria en el puerto, situado a casi tres horas de nuestro pueblo. Algo
andaba mal en su muchacha rebelde, voluntariosa les escuché decir. Y redoblaron vigilancia.
No. No fue suficiente.
Una madrugada, cuando nunca está más oscuro que cuando
va a amanecer y el sueño es más profundo, escuché un dulce maullido. Era Mustafá. Sus ojos me
miraban de una forma que interpreté de inmediato. No vacilé, salí de casa y fui. Matías me
esperaba. No hablamos. No hacía falta.
Mustafá, sigiloso, como sabiendo lo que vendría, desapareció de nuestra vista. Rugió
el mar, estallaron las luces de los cocuyos solo para iluminar momento tan sublime. El suave aire de la
madrugada silbó sutil melodía. Fui
sirena de dulce agua. De aguas embravecidas también. Fui gata que rugió dolida
de placer. Fui mujer. Decidida a vivir
junto a Matías y dispuesta a ir
tras el llamado de aquel amor que, sentí, venía de los tiempos y, por alguna
razón, se había interrumpido y ahora volvía a mí, trayendo lo que me pertenecía. Nos entregamos una y
otra vez. Potranca sin brida convertida en yegua salvaje; caballo explorador de mis caminos, convertido en potro, nos amamos una y otra
vez.
Ambos huimos hacia el puerto antes de que amaneciera. Matías
tenía unos ahorros, suficientes para comprar una modesta casita frente al mar. Escribí
una carta a mis padres que Matías hizo enviar desde otra ciudad, para no
delatar nuestra ubicación. Nunca nunca hubo un ápice de arrepentimiento en mí. Ni
en Matías. Más de una vez nos confundieron con hija y padre. Reíamos,
burlándonos, cómplices amantes de días y noches infinitas. Siempre cuidándonos, sabio, fiel, celoso guardián y mudo testigo, Mustafá a nuestro lado.
Yo no necesitaba más para vivir. Ayudarle a Matías en
su trabajo. Mantener la casa como nos gustaba a ambos, contemplar la puesta del
sol , salir por las noches a comer helados, tomar la fresca agua de los cocos ,
beber un tinto, tejer sueños frente al mar para ahuyentar las melancolías que hacían a veces escurrir lágrimas a Matías.
Una de las versiones que la gente decía sobre su vida era verdad. Veinte años atrás el tifón se había llevado su casa, a su mujer
y dos hijos pequeños. A Mustafá lo había encontrado entre el lodo, en una
orilla, maullando lastimero, solo.
Pequeño y desnutrido, apenas días de nacido, lo acogió y cuidó con esmero. Ambos habían perdido a sus familias. Ambos
maullaban su dolor en las noches que la luna iluminaba sus soledades y su orfandad.
Un día, así nomás, Mustafá amaneció muerto. Por las
características de su cuerpo supimos que un alacrán le picó mientras
dormía. Viejo y sin la agilidad de los
años, nada pudo hacer. ¡Dios, cómo lloró
mi amado Matías! ¡Cómo lloré yo con su llanto! ¡Cómo sentimos , al paso de los
días, la ausencia de nuestro adorado
Mustafá!.
Entendí el gesto de amor de Matías al querer
sepultarlo en el patio de la casa, en una pequeña cajita de rustica madera que
él hizo. Y meses después, en otra
cajita, guardó un poco de la tierra donde el cuerpo de
Mustafá se había desintegrado. “Cuando yo muera, que esta caja de tierra me
acompañe”, me dijo. Pero tenía algo más
para mí: un pequeño joyero, artesanía
propia de la región hecho de de fina madera, decorada con figuras de gran colorido.
“Esta es para que siempre te proteja, cuando yo no esté. Tenla siempre junto a
tu cama”. No presté atención a su frase
“cuando yo no esté”. Su ausencia no cabía en mí. La tomé estremecida y la abrí.
Era una de las patitas de Mustafá, la
que siempre me daba para que jugara con ella. Estaba perfectamente conservada. No
supe a qué hora, antes de que el cuerpo de Mustafá fuera carcomido por el
tiempo, le cortó y la conservó intacta. Me la entregó con ese gesto
que me ha acompañado toda la vida, el de su infinito amor. Besé y pegué a mi pecho el regalo.
Pero no pasaron
ni seis meses para que supiera que lo dicho por Matías, ese día que me
entregó una parte de Mustafá, tenía
sentido: Matías estaba enfermo de cáncer. No había nada qué hacer.
Murió una madrugada. Aguantando los dolores de la
enfermedad. Mientras estaba allí, recordé
muchos gestos de Mustafá que relacioné a
su edad avanzada y tardíos celos. Pero después supe que los gatos tienen
tal conexión con aquellos que los aman y ellos aman que por eso Mustafá sabía que Matías estaba enfermo; por eso desde un tiempo antes
de morir no se despegaba de las piernas
de su amo. Mañana, tarde y noche, lo seguía
y amanecía del lado de su cama. Si estábamos en la hamaca, él saltaba hacia
Matías, gimiendo de manera inusual.
EPILOGO.
Pasados los años y en esta casa
que no he querido dejar, Mustafá
me cuida. Al lado de mi cama está el alhajero
que me regalara nuestro amadísimo Matías.
Un par de veces intentaron
meterse a casa unos ladrones. Me ven sola, creen que lo estoy. Escuché perfectamente los ruidos de alguien intentando forzar la puerta. También
murmullos. Y por sobre todos ellos el
potente aullido de una sombra negra
resguardando la puerta y que hizo
huir despavoridos a quienes, desde mi ventana, vi correr para nunca más
volver. Sé que nadie se atreverá a
intentar hacerme daño. Lo sé de cierto. Los gatos, no se si todos, pero por lo
menos el amado Mustafá, era especial. Y sé bien que sabré cuando será la hora
de mi partida, porque me avisará con el suave ronroneo que llegó mi momento. Y
entenderé su mensaje. Estaré lista.
No hay comentarios:
Publicar un comentario