lunes, 7 de abril de 2014

Minino de Minínive

Luciano Pérez
Ilustración: Lookless Encyclopaedia




Los ángeles llamados querubines proceden originalmente de Asiria, y fueron famosos por su crueldad. Nunca se les cuestionó, eso jamás, su belleza, así que cuando pasaron al cielo cristiano Dios se mostró muy complacido con ellos, a pesar de que sabía lo malvados que eran. A los que son bellos se les perdona todo. La historia de los gatos es parecida, con alguna diferencia no tan de fondo: en su natal Egipto se les consideró valiosos y útiles por ser sanguinarios, y no precisamente por hermosos. Cuando llegaron al infierno el Diablo los quiso mucho, no sólo porque tenían su misma piel sino, al igual que Dios con los querubines, por lo bonitos que son.
            Minino quiso ser más querubín que gato, sólo le faltaban las alas. Sin embargo, era tan hábil en sus correrías por casas y azoteas, que no fue difícil verlo volar durante sus mañanas y noches de merodeo e incursiones. Era un felino muy grande y fuerte, color de oro y polvo, orejas como de lince, algunas rayas en el lomo, ojos de ámbar, boca feroz, y cola como espada en ejercicio bélico.
            Sus antepasados fueron los reyes gatos de un lugar del desierto llamado Minínive, que fueron duramente cuestionados, al parecer, por los profetas bíblicos. Quizá porque esos monarcas eran ateos y no tenían respeto por lo sagrado. Minino heredó esta tendencia de aquella antigua realeza de los asirios. Tenía él un amo, quizá un escritor de esos que, siendo él mismo dios y demonio, tolera que sus gatos hagan lo que mejor les parece por ser hermosos, y no deja de proporcionarles el mejor alimento. Por lo tanto, Minino no necesitaba buscar qué comer, y tenía todo el ocio para hacer lo que le gustaba. Como sus ancestros de Minínive, no tenía ningún respeto hacia las expresiones religiosas. Por eso Jonás tuvo razón en molestarse con el Creador cuando éste perdonó los ateísmos de Asiria. Claro, para los profetas, ateo era todo aquel que creyera en otros dioses diferentes al dios de Abraham y Moisés.
            Por lo tanto, es posible que Minino creyese en Mau, en Bast y en Sekhmet… Pero no en otras deidades, así que su diversión principal, entre muchas otras que tenía (entre éstas la de ser padre y abuelo de todos los gatos, así como padre, abuelo y marido de todas las gatas), fue la de atacar altares religiosos. Se metía por las ventanas de los departamentos, y cual comando esforzado sus impíos raids  solían ser devastadores. No siempre hallaba altares, pero todo era cosa de encontrar uno interesante, digno de ser demolido cuanto antes.
            Como uno budista que halló una vez en una casa, a la que se introdujo por la ventana. Se bebió toda el agua que pudo de los ancestros, y lo que sobró la tiró. Jugueteó con la fruta y las campanas. Derribó un buda rojo y gordo, que se quebró en mil pedazos. Las flores fueron desparramadas, y las velas, con sumo cuidado para no quemarse, Minino las fue echando abajo, sin provocar ningún incendio gracias al agua tirada en el suelo. Caminó encima del texto del Sutra, sin ningún respeto.
            En otra ocasión, en otra casa, vio una mesa donde se acababa de dar un estudio bíblico. El felino rasgó las biblias y los folletos, y luego vomitó ahí pelo deliberadamente; esas páginas no significaban nada para él, dado que no consideraban en ningún versículo la salvación de los felinos. Quebró los anteojos de las personas que estudiaban eso, porque de todos modos no veían nada.
            Los altares de la Virgen eran la especialidad de Minino. Si había una escultura de ella, le rasguñaba la cara, y entonces la Señora lloraba lágrimas y sangre, mientras que del gato salía sudor por la emoción que sentía. Las veladoras, a tirarlas todas. Las rosas y nardos, lo mismo. El agua, tenía que beberse. Si la Virgen estaba en cuadro, éste era derribado para que el cristal se hiciese pedazos, y la imagen la machacaba Minino con todo el vigor de sus extremidades.
            Con la Santa Muerte no se comportó tan drástico el gato. Sintió él que a quien ya falleció no es necesario perturbarlo más, y así con esta mujer blanca. No le tumbó las flores ni el cigarro verde, sólo se conformó con juguetear un poco con la guadaña, y luego robarle la manzana. Ésta la fue rodando como pelota hasta que se perdió en algún rincón, y luego Minino se retiró.
            En otra ocasión vio un altar extraño, donde la diminuta figura de un niño con sombrero y atuendo color café estaba sentada en una silla, adecuada ésta a su tamaño. Entonces al gato le pareció que era uno de esos famosos niños Dios, aunque se le notaba algo diferente, además de que el altar estaba en el suelo y a la entrada de la casa. A sus pies tenía el niño un plato lleno de dulces y de guayabas, y había muchas pulseras que parecían estar hechas de ojos cerrados. Decidió atacar. Lo primero, le tiró el sombrero al niño, y luego le quitó la cantimplora. A continuación, se puso a patear todo cuanto había en el plato. Guayabas y dulces rodaron por todo el piso, así como los ojos. Entonces Eleggúa protestó: “¡Alto ahí, maldito gato!” Era la primera vez que una imagen le hablaba al felino.
            El Niño de Atocha sacó su espada como miembro que era de la Acordada, y desafió a Minino a un duelo. Éste sólo contaba con sus garras, pero se dispuso a pelear. En toda la casa se efectuó un feroz combate, con Eleggúa tirándole las guayabas al felino y éste rechazándolas. Dijo la imagen: “¡De aquí no saldrás! ¡Soy el señor de las entradas y de las salidas!” Minino estaba desconcertado, pero no aterrorizado. Ya había luchado anteriormente contra duendes, así que esto sería algo semejante. Pero el duende de ahora era muy hábil, y no se dejaba intimidar por los zarpazos y gruñidos.
            Se aventaron de todo: agua, leche, galletas, pelotas, veladoras, libros, y ninguno de los dos cedía. Y quizá ninguno podía ganar.  Pero, ¿quién de los dos podía solicitar un cese al fuego? El que lo hiciera podría pasar por cobarde, o por aceptar la derrota. No era posible, no estaba dentro del estilo combativo de Minino y Eleggúa. Hasta que se cansaron. El gato necesitaba dormir, y el Niño de Atocha sentarse en su silla. ¿Si mañana continuaran con la dura lucha? ¿Si los dos, como buenos deportistas, declaraban el empate por ahora, para reanudar al siguiente día la pugna? Mas, ¿quién de los dos solicitaría la tregua sin que fuese deshonroso?
            Entonces se abrió la puerta y entró una señora vestida de banco, una gorra de igual color en la cabeza, y un montón de collares colgados del cuello y pulseras en los brazos. Vio el desastre y se asustó. Levantó del suelo a Eleggúa o Niño de Atocha, y lo colocó en su silla, al tiempo que gritaba ella, con enojo: “¿Quién se atrevió a destruir el altar?” Buscó con la mirada y se percató de que en un rincón estaba Minino. Supo que no podía ser otro el causante de todo. Al ser una mujer de gran tamaño y fuerza no tuvo dificultad en tomar al gato por el cuello, y se lo llevó a la cocina; abrió un cajón para sacar el cuchillo que utilizaba para degollar gallinas, y este sería el afrentoso final del gato.
            Eleggúa no podía permitir que a un buen combatiente, no importa cuán enemigo fuese, se le tratase con indignidad como un ave para el sacrificio. Se colocó el sombrero, y con la espada lista fue al rescate del gato. Le dijo en yoruba a la mujer: “¡Déjalo libre, yo respondo por él!” Ella se asustó al ver que le hablaba el Niño de Atocha, tuvo que soltar al gato y se desplomó en el suelo, desmayada, haciendo gran ruido. El Niño y el gato se dieron la mano y la garra como camaradas, y salieron de la casa para tomar aire.
            Minino de Minínive quiso mostrarse agradecido con Eleggúa, y recordó un pasaje de uno de sus libros favoritos, donde la cabeza del gato de Chester aparece en el cielo, sonriente y hablándole a Alicia mientras la reina de corazones ordena decapitaciones sin cesar. Entonces, de un rápido zarpazo le arrancó la cabeza al Niño, y se fue a casa. Iba contento el felino, y miraba al cielo, esperando que el coco que era la cabeza de su colega de armas apareciese, glorioso, en el firmamento, como lo hizo el de Chester. Nunca hubo mejor manera de dar las gracias. Así lo hacen los gatos, y los querubines. Así lo hacen por ser bellos.

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